Aumento de enfermedades infecciosas -que creíamos en gran parte controladas- por falta de infraestructura sanitaria básica; más casos de problemas respiratorios y alergias; impactos sobre la salud por pérdidas económicas asociadas a las zonas productivas anegadas; incrementos en las muertes por golpe de calor; personas sufriendo las consecuencias del dengue y otras enfermedades transmitidas por mosquitos que extienden paulatinamente sus hábitats hacia zonas antes libres de su presencia, y más... El cambio climático llegó para quedarse y la salud de los habitantes de nuestro país se verá afectada en una magnitud que no ha sido aún evaluada en profundidad.
Ya no hay científicos independientes que pongan en duda el fenómeno de cambio climático que está ocurriendo en el planeta y tal convicción marcó el nacimiento –aunque a la fuerza- del Acuerdo de París, firmado hace más de un año por 190 países y del que Donald Trump acaba de bajar a Estados Unidos. Recientemente, a través de los medios, se han conocido algunos datos de un reciente libro de investigadores del Conicet (La Argentina y el cambio climático, de Vicente Barros e Inés Camilloni), que señala que las precipitaciones extremas y el promedio de la temperatura seguirán aumentando en nuestro país. Las zonas socialmente más vulnerables serán las más complicadas debido a los escenarios de inundaciones más frecuentes, olas de calor y el menor margen de adaptación por la dificultad de acceso a los servicios de salud y la falta de infraestructura básica, enormes deudas pendientes de la política argentina.
En ese contexto, la pregunta es obvia: ¿Cómo se prepara el sector salud ante los escenarios que nos anticipa la ciencia? ¿Qué políticas sanitarias se pondrán en marcha para poner a la salud como prioridad en la lucha contra el cambio climático? Tal como lo anunciaba la prestigiosa revista científica The Lancet hace ya dos años, el cambio climático amenaza con revertir los avances en salud de los últimos 50 años.
Existe en el mundo un movimiento creciente de hospitales, centros y sistemas de salud que trabajan para aumentar su resilencia frente a los cambios que ya están sucediendo, así como para reducir sus emisiones de dióxido de carbono. Tienen planes de eficiencia energética, instalan paneles solares, promueven y facilitan el uso de la bicicleta y el transporte público para trabajadores y pacientes, entre otras acciones. Una revolución que todavía no ha llegado a nuestro país, salvo por algunas iniciativas aisladas.
Para las instituciones de salud -únicas cuya misión es curar-, reducir su propia contribución al problema empleando cada vez más energías renovables y prepararse para atender los escenarios de enfermedades, así como cortes de luz y acceso al agua potable que suceden a menudo con las inundaciones, es un imperativo ético y estratégico que espera de decisiones y políticas sanitarias que estén a la altura del problema.
(*) Directora ejecutiva para América latina de la ONG Salud sin Daño.
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