En su poema Nuevas glosas a Heráclito, Ángel González ya nos advertía que "Nada es lo mismo, nada / permanece. / Menos / la Historia y la morcilla de mi tierra: / se hacen las dos con sangre, se repiten". Y los hechos, tercos, se encargan de confirmarlo. Tras un siglo XIX en el que el mundo miraba con optimismo el futuro, como si el progreso inevitable fuera a arreglar todos los problemas, la primera parte del XX nos trajo generosa dos guerras mundiales que eran en verdad una sola. Y ahora, después de 60 años de prosperidad y apertura, el mundo parece volver a desconfiar plenamente en el futuro, a prepararse para repetir los errores del pasado.
Que existe una crisis de la democracia representativa es un hecho evidente. Y la receta que se nos ha ocurrido a todos es aplicar más democracia directa, como si ahí y sólo ahí estuviera la solución. El 2016 ha sido el año de los referendos, aunque los resultados pueden disuadir a muchos de convocarlos en el futuro. Y es que la proliferación de consultas de toda índole es el mejor reflejo de esa crisis de la democracia representativa, terminaremos decidiendo todo según los likes que tenga el asunto en Facebook, el futuro de nuestra nación, el sexo o la profesión de nuestros hijos, el nombre de la plaza de mi pueblo.
Y tal vez la razón de esa respuesta sea que hemos convenido en hacer polisémica la voz democracia y, por la clásica metonimia de la parte por el todo, a equipararla al sistema que tenemos. Es lógico que en España, si veníamos de una dictadura, llamáramos al nuevo sistema democracia, pero lo que nuestra Constitución establece es un Estado Social y Democrático de Derecho, que no es lo mismo. Porque al decir en democracia, estamos poniendo el foco sólo en uno de los componentes de esa expresión, indispensable desde luego, pero no menos indispensable que los otros que la conforman.
Porque la Historia, ésa que se repite como la morcilla y que como ella está hecha con sangre, nos ha enseñado que, por la vía democrática entendida en sentido estricto, pueden terminar eliminándose los otros elementos que configuran el modelo de convivencia del que nos hemos dotado en Occidente.
Y es que el Estado de derecho, con sus pilares clásicos de igualdad ante la ley, separación de poderes y garantía de los derechos humanos -de todos, no sólo del sufragio pasivo y activo- es la base de esa forma de convivencia. A ello se añade el componente social, en el caso europeo, que forma parte indisoluble del mismo. Y tal vez no hemos sabido hacer suficiente pedagogía, tal vez no hemos puesto lo suficiente el acento sobre esos otros componentes, y por eso pensamos que la solución a la crisis que estamos viviendo es más democracia, cuando tal vez deberíamos reforzar y proteger los otros elementos de la ecuación.
Porque el fenómeno de repetición de la Historia se ha acelerado, y ahora se repite, como siempre, pero de forma más rápida, los ciclos se tornan más cortos. Y eso sucede porque, como diagnosticó Bauman, nos hemos convertido en una sociedad líquida, y esa sociedad líquida camina deprisa a ninguna parte, es el hámster en la rueda que va a toda velocidad, pero sin rumbo.
Es esa vida de lo efímero, donde los valores y referentes tradicionales ya no funcionan, la que marcha a toda velocidad, siguiendo la recomendación de Ralph Waldo Emerson: "Cuando patinamos sobe hielo quebradizo, nuestra seguridad depende de nuestra velocidad". Esta vez no han pasado ni 60 años para que el hielo se vuelva quebradizo, aunque ahora, en estos tiempos de corrección política, nos empeñemos en cambiar los nombres de las cosas. Pero, para bien o para mal, los hechos son siempre tercos, la realidad no se cambia porque la mientes de forma distinta.
Y lo que vemos aquí y allá es que esa forma de Estado está de nuevo en juego, y su solidez dependerá de lo fuertes que sean los otros elementos, si existe separación de poderes, si hay suficientes contrapesos en el sistema que permitan que quien llega por la vía democrática al poder, no se dedique a eliminarlos.
La clave está pues en saber si, después de ese incendio devastador que fue la primera parte del siglo XX, hemos sabido construir cortafuegos para que, cuando llegara el próximo, el siguiente verano, el bosque estuviera preparado para limitar los daños. ¿O es que, arrullados por la brisa fresca otoñal, remoto ya en nuestra mente el verano pasado, y lejanísimo el próximo, nos olvidamos de construir cortafuegos?
(*) Diplomático y escritor; su último libro es un ensayo sobre la espera, Godot sigue sin venir, ganador del premio Málaga de Ensayo.
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