None
DE PUÑO Y LETRA

El honor en un duelo

La invención de paradigmas románticos es un hábito común a nuestra mente en la que casi todos nos complacemos. El caso del duelo y sus códigos de honor como prolongación de las justas y torneos medievales, estimuló en Europa por muchos años la imaginación no sólo de los literatos, sino de la gente común. 
Para ser precisos, digamos que en su modalidad más formalizada esta práctica se empezó a dar desde el siglo XV en adelante y se extendió hasta bien entrado el siglo XX. El honor, esa abstracta vestimenta que ungía al hombre, se convirtió de repente en un pedestal del que nadie se quería bajar y por el que bien valía la pena morir o dar muerte.
Para que el duelo se concretara era necesaria la condición básica de una ofensa a la integridad o a la dignidad. Ese agravio podía ser de palabra o de obra; y aunque en teoría debía ser grave, su valoración era subjetiva, pues en la práctica tendía a ser definida por el ofendido. 
Otra condición era la calidad o la clase social de caballero al que se infringía una ofensa; es decir, que la contienda era también un mecanismo ligado a las élites. Se necesitaba luego de padrinos, uno o dos por cada parte, quienes tenían la tarea de exigir explicaciones para definir la magnitud del agravio, elegir en ocasiones las armas, pactar las condiciones y, cuando no existieran testigos, examinar el terreno del duelo y velar por el cumplimiento de lo acordado.
Una versión suficientemente documentada asegura que esta práctica fue llevada a España por los soldados de don Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, cuando empezaron a enfrentarse a muerte los profesionales de la espada y, no mucho después, hasta los poetas espadachines. Tal el caso de Francisco Gómez de Quevedo, señor de la Torre de Juan Abad, que dio muerte en duelo a un caballero francés por el enojoso asunto de unas sayas; hecho que lo llevó a abandonar con urgencia España, uniéndose a la comitiva del duque de Osuna, pues tales enfrentamientos estaban penados con la muerte por los Reyes Católicos.
La importancia de los duelos fue determinante para el honor de cierta clase, pues entrechocar los aceros hasta que uno de los dos dejara este mundo era una forma de demostrar quién llevaba la razón en una discusión. “La idea básica era dejar al descubierto que el otro estaba mintiendo mediante las armas y que tú eras el que decía la verdad”, escribe el maestro de esgrima don Rodrigo Ordóñez. 
“Por eso el manejo de la espada era tan importante porque, en el caso de que no pudieses sostener lo que afirmabas con las armas y perdieras, significaba que no tenías honor y que habías mentido. En base a eso, si tú eras derrotado y no te mataban, tu familia solía expulsarte de casa, perdías todo tu dinero y debías empezar una nueva vida en otro sitio del mundo”.
Sin embargo, desde sus inicios, a pesar de su aceptación social y popularidad literaria, el duelo recibió distintos grados de condena por las autoridades eclesiásticas y civiles, llegando a su ilegalización, que no fue efectiva hasta las primeras décadas del siglo XX, cuando se lo consideró un acto ilegal (asesinato en primer y segundo grado) en la mayoría de los países.
Pero los duelos no fueron sólo asunto de militares y políticos. Refinados miembros de la literatura francesa como Marcel Proust, o reconocidos pacifistas como Léon Blum, primer ministro en el gobierno progresista del Frente Popular, o Jean Jaurès, fundador del diario L’Humanité, no dudaron en empuñar sus armas para defender la integridad. El mismo Anatole France, afirmaba que el duelo era “la primera herramienta de la civilización, el único medio descubierto por el hombre para reconciliar sus instintos brutales con el ideal de justicia”.
No obstante, la realidad de cada época no se compadecía con lo que registra cada leyenda, pues se consideraba que el duelo era un privilegio de la clase alta para resolver disputas que no podía o no quería solucionar la justicia. Algo normal por otro lado, pues no parece oportuno que un policía o juez se dedicase a reprender a alguien por haber llamado “cornudo” a su enemigo.
Al menos el “duelo formal”, que fue casi una moda hacia finales del siglo XIX, regido por normas y auspiciado por la ley, era cosa de señores (nobles, militares, políticos, literatos o artistas). Gente instruida, que leía, conocía y aceptaba las reglas del “código de honor” de este tipo de lances, basado en referencias antiguas y más tarde en libros escritos sobre el tema. Aquellos duelos formales eran regulados por el rey y contaban con normas muy estrictas. 
En el caso de que, por ejemplo, un vasallo insultase a un noble, este último podía limitarse a castigarle físicamente u ordenar a sus sirvientes que le diesen una buena reprimenda a base de humillantes bofetones.
La otra forma habitual de retar a alguien a un “duelo formal” era mediante el arrojo del guante o la llamada “pega de carteles”. Esta costumbre consistía en poner panfletos en todos los lugares públicos en los que estuviera localizable la persona a la que se quería retar. Estos solían “ponerle verde” (decir que su familia era de clase baja aunque fuese noble, e insultarle hasta que se diera por ofendido) y que estaba retado al campo del honor. De esa manera, el afectado no tenía más remedio que aceptar si quería mantener su nombre incólume, pues todo el mundo sabía que había sido insultado.
En el supuesto caso de que el duelo fuese aceptado, los dos contendientes debían pedir a la autoridad de la región en la que se enfrentaran un campo adecuado para batirse. 
Si hacemos historia reciente, nos encontramos que entre los duelos más famosos se encuentra el de los estadounidenses Hamilton y Burr. En esa oportunidad el destacado miembro del Partido Federal de los Estados Unidos, Alexander Hamilton fue herido mortalmente, perdiendo un brazo por las heridas recibidas. 
Entre los argentinos tampoco faltaron los duelos y su saga de leyendas, que iban de lo dramático a lo desopilante. Hacia principios del siglo XX, los políticos Hipólito Yrigoyen, que fue presidente de la República, y el diputado Lisandro de la Torre se enfrentaron en un duelo con sable. 
Yrigoyen no tenía experiencia en esgrima por lo que contrató a un maestro que en una semana lo adiestró debidamente. De la Torre era más hábil en ese arte y había salido airoso en varios duelos; pero, según se sabe, fue don Hipólito el que hirió al otro en la cara mientras que éste lo lastimó en el glúteo. 
Después de ese duelo De la Torre se dejó crecer la barba para disimular su cicatriz. La anécdota, que nunca falta, dice que los radicales le decían en el Congreso a los demócrata progresistas: “¿ Por qué De la Torre no se afeita la barba” ?, y los otros respondían: “¿Y por qué Yrigoyen no se baja los pantalones ?”
Otra especie bien argentina es el llamado “duelo criollo” en el que se enfrentaban dos hombres (malevos o compadritos en la obra literaria de Borges), a la vez que registrados en un tango demasiado famoso:
"…Pero otro amor por aquella mujer,
nació en el corazón del taura más mentao
que un farol, en duelo criollo vio,
bajo su débil luz, morir los dos".
En este tipo de lance también participó el gaucho, famoso por su destreza en el uso del facón o puñal. El motivo del duelo podían ser unas palabras inadecuadas, asuntos de polleras, equívocas razones de bebida, o simplemente medirse para ver quién era mejor cuchillero. El poeta Carlos Mastronardi, amigo y confidente de Borges, fue el que con versos memorables sintetizó ese duelo criollo;
"Una vez se miraron y se entendieron dos hombres.
Los vi salir borrosos del camino, y callados,
para explicarse a fierro: se midieron de muerte.
Uno quedó; era dulce la tarde, el tiempo claro".
El 6 de Agosto de 1952, se llevó a cabo uno de los últimos duelos de honor registrado en la historia política de nuestra América. Sucedió en Chile. Fue entre los entonces senadores Salvador Allende y Raúl Rettig, siendo el desafiante este último pues impugnó los dichos del doctor Allende en el Senado. 
Aunque dispararon a matar, erraron sus disparos. Habían sido amigos. Luego la maldita política los enfrentó. Después del duelo, en el que ambos demostraron ser valientes, volvieron a ser amigos. Cuestión de honor entre ilustres caballeros.

(*) Escritor y periodista nacido en General Pinto.
Fue amanuense de 
Jorge Luis Borges. 
 

COMENTARIOS