Cuenta una historia: el orador comenzó a decir a la multitud, “el día en que triunfe la revolución cada uno tendrá su propia casa”. La gente aplaudió. Luego prosiguió: “Cuando triunfe la revolución, cada uno tendrá su propio coche”. La multitud estalló en una ovación de aprobación. El orador, más entonado aún, continuó: “Cuando triunfe la revolución cada uno tendrá su propio celular de última generación”. Uno, de entre la multitud, le respondió: “Disculpe pero a mí no me gusta usar celular”. El orador lo miró fijamente y le dijo:”Cuando triunfe la revolución tú harás lo que se te ordene”.
Es un cuento pero parece ser la regla de hierro de todas las “revoluciones”: la comunista, la del liberalismo, la revolución del “vamos por todo” y la no menos mentada “revolución de la alegría”. No hay lugar para el disenso: o se está en todos los términos de acuerdo, o se está en la vereda del frente. O se es parte de esa “revolución” o se es un contrarrevolucionario, un “carnero”, etc. Esa mentalidad envenenada se ha ido instalando en el espíritu social de nuestro tiempo. La dicotomía, la intolerancia, la tan mentada “grieta”.
Al que piensa diferente se lo considera un “opositor” y por lo tanto se supone que defiende todos los postulados de los opositores; y si uno acepta determinadas ideas de los oficialismos entonces se lo tilda de “oficialista” sin más. No hay lugar para el pensamiento alternativo, para los matices. Esa actitud dicotómica propia de sociedades intolerantes, es la que se está fomentando -interesadamente- desde los círculos de poder (político, empresarial, mediático, gremial).
En un contexto en el que el veneno del odio está tan presente, es importante estar atentos y no dejarnos envolver en este torbellino de intolerancia que polariza las posiciones y no acepta pensamiento y posiciones alternativas. No deberíamos aceptar que el que piensa diferente es un enemigo.
No es posible aceptar que una idea política o social esté por encima de las personas y de la fraternidad. La famosa “grieta” comienza a cerrarse cuando se deja de señalar con el dedo al otro como un enemigo y se comienza a ser más autocríticos, cuando reconocemos nuestros errores y los aciertos del que parece en el bando del frente, cuando ponemos el bien de todos por encima de la propia parte, cuando cuidamos de los más débiles de la sociedad. De lo contrario, seguiremos siendo una sociedad dual, hipócrita, que tira la piedra y esconde la mano, una sociedad que ve en el otro no a un hermano sino a un enemigo. Mientras no nos reconozcamos, los argentinos, como hermanos, las grietas continuarán separándonos y la violencia estará a las puertas.
(*) Sacerdote Jesuita, miembro del Centro de Investigación y Acción Social.
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