En los países cuyos pueblos están dotados de cultura cívica, no es difícil entender que los Estados son organizaciones políticas destinadas a lograr el bien común de la sociedad, así como tampoco lo es entender que ese bien común solo se alcanza recreando un contexto de convivencia ordenada entre sus miembros.
Esas “organizaciones políticas”, denominadas “Estados”, implican la existencia de un régimen de gobierno (democracia, autocracia, república, unitarismo, federalismo, presidencialismo, parlamentarismo) y de autoridades que ejerzan el poder político para conducir los destinos del país que se organiza. De modo tal que así como no es posible que exista un Estado sin gobernantes, tampoco lo es la existencia de un Estado en el que aquellos no tengan la posibilidad de utilizar la fuerza pública o poder político para tomar decisiones y hacerlas cumplir.
La convivencia de los hombres en una sociedad organizada, es regulada por un conjunto de normas que, precisamente, se denominan “ordenamiento” jurídico o “derecho objetivo”, y que son creadas por los gobernantes. Si bien esas normas siempre limitan los derechos y libertades de los habitantes, son indispensables si se quiere lograr el bienestar del conjunto. Es que si cada uno pudiera ejercer sus derechos sin límites, la sociedad sería una anarquía.
El ejercicio del poder político es indispensable para que las decisiones de los gobernantes no sean meras quimeras y formulaciones teóricas carentes de efectividad y vigencia. Pues en la medida que el ejercicio de la fuerza pública se enmarque dentro de los límites fijados por una ley suprema, a la que los gobernantes deban obedecer y respetar, será siempre justo y necesario.
Es la misma Constitución Nacional la que garantiza derechos y libertades a los habitantes, pero es también ella misma la que dispone que esos derechos y libertades deben ejercerse “conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio” (Art. 14). No entender esta ecuación, es no comprender cómo funcionan los países civilizados. Cuando los docentes pretendieron instalar una carpa en la Plaza del Congreso sin contar con la autorización necesaria, y ello fue impedido por las autoridades que a tal fin debieron utilizar la fuerza pública, algunos consideraron que ello constituyó una represión autoritaria. Pero si se instala la noción según la cual los intentos de las autoridades destinados a poner orden, son manifestaciones de la represión ilegal tan común durante la dictadura, lo único que se logra es vaciar de efectividad a la democracia, por cuanto ella no se concibe sin representantes, o sin la posibilidad de que ejerzan el poder político necesario para ordenar a la comunidad.
Ni el derecho constitucional de manifestarse es absoluto ni lo es el ejercicio del poder por parte de las autoridades, el cual solo es razonable si se ejerce dentro de los límites delineados en la Constitución Nacional. Mientras ese delicado equilibrio no se alcance, seguiremos siendo víctimas de los excesos de aquellos que pretenden expresarse sin condicionamientos, o de los excesos de quienes a la sazón monopolicen el uso de la fuerza pública.
(*) Profesor de Derecho Constitucional (UBA-UAI-UB).
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