Una de las creencias más firmes de las ciencias políticas es sostener que una vez que la democracia se encuentra afirmada en un país, el proceso es irreversible. Tras la caída del muro de Berlín esa creencia parecía natural y Juan Linz reputaba a la democracia como “la única alternativa posible”. Muchos políticos suelen partir de esa base y afirman que “hoy, la democracia como forma de gobierno se encuentra consolidada”. Esta afirmación puede ahora considerarse exagerada, y también peligrosa, porque la democracia necesita de una atención permanente. En ese sentido, Barack Obama acierta cuando dice que “nuestra democracia está amenazada cada vez que la damos por sentada”.
El triunfo de Donald Trump en los Estados Unidos, un país donde las instituciones democráticas parecen consolidadas, puede constituir un llamado de atención sobre la vitalidad de la democracia, ya que presenta características típicas del populismo que pueden colisionar con las limitaciones constitucionales. Algo similar puede estar ocurriendo en Europa. En julio del 2016, Yascha Mounk, de Harvard University y Roberto S. Foa, de The World Values Survey, publicaron un trabajo titulado The Danger of Desconsolidation, en la revista The Journal of democracy.
Los extremos crecen
El estudio estaba referido a los Estados Unidos, y los datos considerados enumeraban la caída en el número de votantes en las elecciones, la falta de adhesión e identificación con los partidos políticos, o el crecimiento de apoyo a candidatos populistas y entusiasmo con partidos antisistema. Ello resultaba en un grado cada vez mayor de insatisfacción con el estado de su sistema político: solo el 13% aprobaba la labor del Congreso. Donald Trump como candidato antisistema, con sus promesas de campaña, constituía para los autores un claro indicio sobre el estado de la democracia. Las mismas dudas se extendían a la situación en Europa, con el descenso de aprobación a los líderes políticos y el creciente apoyo a partidos populistas de extrema derecha.
Ese hecho revitalizó el contenido del artículo de Mounk y Foa. En enero del 2017, los autores insistían con un nuevo trabajo sobre el mismo tema y ponían énfasis en señales preocupantes de los datos sobre el proceso democrático, ahora más completos. Por lo pronto, dos casos negaban la irreversibilidad del sistema democrático: Venezuela y Polonia.
Venezuela era en 1980 una democracia consolidada. A partir de 1959, con dos partidos estables y varias elecciones sucesivas, era percibida como un modelo, con reglas institucionales y con un alto ingreso per cápita, similar al de Israel o Irlanda. Sin embargo, Chávez accedió al poder en 1998 y a partir de ese momento el sistema está muy lejos de ser considerado una democracia: sin independencia del Poder Judicial, ni separación de poderes, ni libertad de expresión. Con presos políticos y una gran cantidad de exiliados.
Polonia es otro caso crucial, el éxito más grande de la transición poscomunista a una democracia liberal. Pero los derechos de los polacos después de las elecciones presidenciales y parlamentarias del 2015, ya no están garantizados, al igual que los medios de expresión y la independencia de la justicia. Las medidas adoptadas por el gobierno son antidemocráticas y contrarias al estado de derecho. Hoy Polonia no podría ingresar a la Unión Europea.
Estos casos pueden ser considerados “cisnes negros”, pero también podrían probar que la vigencia de la democracia no es irreversible, como se suponía. Pero la cuestión puede ser aún más grave: ¿está la democracia misma en peligro? Los datos aportados por Mounk y Foa constituyen una fuerte alarma sobre este proceso:
a) Preguntados “si los políticos de su gobierno van en dirección correcta o incorrecta”, el “no” alcanza al 63% de promedio en el orden mundial, encontrándose la mayoría de los países entre la franja de 50 y 80%, con un único país (China, no democrático) con un rechazo bajo de solo un 10%.
b) La insatisfacción de los americanos con la forma en que su país es conducido llega al 65%, con bajos niveles de confianza en el Congreso y la Presidencia (dato previo a la asunción de Trump, y sería ahora más grave). En cuanto al apoyo a la democracia como un todo, la encuesta encuentra cifras alarmantes al plantear la cuestión de “si es esencial vivir en un país gobernado democráticamente, con una gran diferencia generacional.
Entre el 75% y el 55% de los nacidos en 1930 y 1940 en los Estados Unidos, contestan por la afirmativa, mientras que sólo un 26% de los nacidos en 1980 (los millennials) consideran esencial un gobierno democrático. Cifras similares se dan en Holanda, Suecia y Gran Bretaña. La misma señal de alarma se enciende respecto a una pregunta sobre “si un sistema democrático es una “mala o “muy mala” manera de conducir este país”. Un 26% de los millennials americanos creen que sí, contra un 13% de los europeos.
Amor por el autoritarismo
Es más grave, sin embargo, la tasa de respuestas a la apertura a alternativas autoritarias. Un 30% de americanos contesta afirmativamente a la pregunta de “si tener un líder fuerte que no esté limitado por el Congreso o las elecciones sería “bueno” o “muy bueno” para manejar el país”, y por encima de ese porcentaje se encuentran Rusia (78), México (59), Colombia (57), España (42), mientras que los más bajos están ocupados por Suecia (22), Australia (21) y Alemania (20).
Lo más inquietante es que estos sentimientos crecen más rápido entre las clases ricas: la tendencia hacia alternativas autoritarias es ahora más fuerte entre ciudadanos que son a la vez ricos y jóvenes. La realidad política refleja estas actitudes: crecen los partidos y candidatos que responden a estas ideas, especialmente en Europa. ¿Cuán urgente es avanzar en este campo? ¿Es sólo materia de interés académico o puede tener efectos mayores, como un alerta temprana de regresión democrática?
(*) Presidente del Interamerican Institute for Democracy
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