Que la economía argentina no funciona, es una verdad a medias. Algunos indicadores muestran mejorías sensibles, mientras que otros confirman parálisis en algunos sectores.
Con todo, con aspectos positivos y negativos, las cuentas argentinas no están en orden. Tampoco están en el desorden que las dejó el kirchnerismo, pero aún no pueden ser presentadas como un modelo de equilibrio.
Y ese desequilibrio, mal que les pese a quienes se autodenominan heterodoxos en economía, se debe al inelástico gasto público que origina el déficit fiscal en la Nación y el cuasi fiscal de las provincias.
El kirchnerismo dejó gasto por doquier. No se trató, por supuesto, de una simple mala administración. Fue el caso de una administración corrupta que precisaba de un gasto público exponencial para armar sus prebendas y cohechos.
Ese período negro de la historia argentina dejó en evidencia una voracidad fiscal nunca vista, malgastada en subsidios indiscriminados y en obras públicas no realizadas que redundaban en un crecimiento de las fortunas mal habidas.
Pero echar la culpa solo sobre el kirchnerismo es simplificar la cuestión. Desde hace décadas, la Argentina pretende crecer asociando a la inversión privada con un Estado elefantiásico, obsoleto e improductivo.
Hace décadas que el Estado recurre a impuestos expropiatorios –siempre excepcionales que luego se hacen extraordinarios- a los que combina para sostener parcialmente un gasto público de muy mala calidad.
Llámense rutas, caminos rurales, educación, salud pública, seguridad, defensa, justicia, administración, obra pública o lo que fuese, la contraprestación estatal frente a la voracidad fiscal es de pésima calidad.
Y ni siquiera así, alcanza. Con un IVA catalogado como uno de los más altos del mundo, con retenciones -soja al 30 por ciento-, con impuestos al cheque y con dobles imposiciones por doquier, hace falta recurrir al más retrógrado y más injusto de los tributos para asegurar los pagos: la inflación.
Una inflación que no cede. Que parece estacionada por encima del 2 por ciento mensual. Que desmiente, cada 30 días, los pronósticos optimistas de un gobierno que todo lo patea para el trimestre siguiente. Que obliga a disparar la cláusula gatillo en los acuerdos salariales que la contemplan.
El presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger, parece ser el único funcionario que comprende la imposibilidad de la convivencia con la inflación, al menos en un país que pretende crecer.
Ni lento, ni perezoso, Sturzenegger se maneja con los elementos a su disposición para atacar el fenómeno inflacionario: la elevación de las tasas de interés ¿Qué es un remedio recesivo? No hay duda ¿Qué ataca los síntomas y no las causales? Exacto.
Es que para atacar las causas, no queda otro remedio que cerrar el grifo. Es decir, reducir el hasta aquí inelástico gasto público.
El presidente Mauricio Macri siempre amaga con hacerlo, pero nunca se decide. O mejor dicho, se decide por lo contrario, por la estrategia del gradualismo que se prolonga en el tiempo, pero que no produce resultados.
Claro que uno puede dedicar su tiempo a la otra mitad de la biblioteca. Y entonces puede observar que las reservas en divisas del Banco Central ya constituyen record para la historia económica argentina.
Que las inversiones no conforman un torrente, pero que superan con creces a las de la etapa kirchnerista. Que la pérdida de puestos de trabajo se detuvo, aunque de manera despareja. Que no son menores los rubros industriales que llegan a acuerdos de inversión de los que forman parte singular los correspondientes sindicatos. Ni que hablar del sector agropecuario en general.
Es el vaso medio lleno que genera expectativas favorables y que aguarda, por un lado, la decisión del Estado de reducir el gasto público y así frenar la inflación, y por el otro, una decisión electoral del pueblo argentino que demuestre que está en la modernidad.
Gremialismo
Así como convergen dos economías, o mejor dicho, dos estadios opuestos de la economía argentina, comienzan a yuxtaponerse dos modelos de sindicalismo con una separación aún tibia entre ellos.
Por un lado se mueve el gremialismo tradicional, el de los paros y las marchas –en algunos casos, piquetes para impedir el ingreso de quienes quieren trabajar- que discute salarios sin siquiera echar una mirada sobre la productividad.
En algunos casos, abarca a sindicatos con representación sobre asalariados de empresas privadas, pero en su enorme mayoría, la “clientela” está compuesta por empleados –de distinta índole- en el sector público.
Nadie, en ese modelo de gremialismo, se detiene siquiera un momento a imaginar que, del otro lado, no está sólo el Gobierno, sino también la sociedad.
Por eso, nadie acepta ser evaluado, que es lo mismo que decir que nadie acepta rendir cuentas.
No se trata, claro, de hablar de los docentes, los médicos o los judiciales, se trata de describir a las conducciones gremiales estatal docente, sanitaria o judicial.
El desarreglo es tal que las conducciones gremiales estatales, en particular, la de los docentes, se muestra entre sorprendida y malhumorada por la decisión de descontar los días no trabajados y/o de remunerar con adicionales a quienes no se prestan al paro.
Algo así como “aunque estoy de huelga, igual deben pagarme”. Desde ya incorrecto si se trata de quienes practican el paro contra empresas privadas, pero mucho más aún cuando quien paga, no es el gobierno, sino la sociedad a través de sus impuestos.
El derecho a la huelga, garantizado por el artículo 14 bis de la Constitución Nacional, garantiza la libertad de los trabajadores, no el pago de remuneraciones a quienes dejan de trabajar.
Frente a este gremialismo tradicional, comienza a moverse otro sindicalismo, aquel que participa de las decisiones sectoriales. Es decir que tiene en cuenta o que valoriza, por sobre todo, la creación y el mantenimiento del empleo.
Su existencia la verifican los acuerdos que el Gobierno firma con los empresarios y los gremialistas de distintos sectores.
El primer caso fue el de los petroleros, luego siguieron automotrices, construcción, calzado y textiles. Ahora viene el de la industria motociclística.
En dichos rubros, por lo general, el Gobierno se compromete a reducir aranceles de importación de partes o equipos, la industria a invertir para mejorar y ampliar su producción y el sindicato a capacitar y reducir el ausentismo.
Es la correcta defensa del trabajo nacional que no pasa por arancelar para proteger a industrias –e industriales- ineficientes, sino por comprometerse con la producción.
Climatológicas
Parece un salto en la columna pero no lo es. La Argentina vive una ola de desastres climáticos que se acumulan casi sin solución de continuidad.
Desde Comodoro Rivadavia hasta Tucumán, pasando por el oeste y el norte de la provincia de Buenos Aires, el país observa atónico una serie de desastres difíciles de igualar en el tiempo por su simultaneidad.
Sin dudas, cuando llueve en exceso, como en el caso exactamente contrario, las consecuencias son ingratas, aun cuando las prevenciones hayan sido tomadas a tiempo y las obras necesarias, ejecutadas.
Distinto es cuando a la inclemencia climática se suma la displicencia gubernamental en cualquiera de sus niveles.
Entonces el desastre se profundiza, las consecuencias son sensiblemente más dramáticas y las reacciones se tornan airadas.
De allí que inundaciones o sequías, lluvias excesivas o incendios de bosques y campos, aparezcan íntimamente relacionadas con la vinculación entre gobierno y sociedad, bastante más allá de la eficacia o no de la ayuda estatal hacia los damnificados.
Es, en buena medida, cuánto ocurre en la provincia de Buenos Aires con las actuales inundaciones en General Villegas que pone en jaque a varios distritos hacia donde derivan las aguas, o el de Rojas, donde ocurre otro tanto.
Sí, las lluvias fueron excesivas pero, en General Villegas y la zona noroeste de la provincia, el agua proviene de la provincia de Córdoba y no solo anega campos –con las consiguientes pérdidas- sino que corta rutas y amenaza poblaciones.
¿Qué se hizo durante los últimos años? Nada. Como no se hizo nada sobre los cauces de los principales ríos. Como no se controló y se impidió la construcción de canales clandestinos que arrojan el agua “sobre el campo de al lado”. Como no se dragó, ni se mantuvo a los canales legales existentes.
¿Y ahora? Ahora, la pelea. Entre distritos que dicen ser solidarios pero no mucho. Y de distritos contra la provincia cuando decide “repartir” el problema ante la imposibilidad de solucionarlo mientras el agua no se vaya.
Es el caso de la demanda que presentaron los distritos de Rivadavia, Carlos Tejedor y Trenque Lauquen contra Hidráulica de la provincia por la apertura de rutas para que el agua drene.
Sociedad
Son las consecuencias de la década ganada como lo es el contar con una justicia ideologizada, presta a disculpar la comisión de cualquier tipo de delito sobre la base de una supuesta “culpabilidad” de la sociedad por sobre la responsabilidad individual del delincuente.
De momento, robos seguidos de lesiones u homicidio quedaron empequeñecidos frente a las violaciones seguidas de muerte y demás delitos catalogados como abusos de género.
Imaginar una sociedad sin delitos es casi imposible, aunque en algunos países europeos, caso Holanda, el Estado alquila cárceles a países extranjeros porque sobran instalaciones. Obviamente, en la Argentina pasa lo contrario.
Ese faltante de instalaciones, explica solo en alguna medida la permisividad frente al delito. O mejor dicho, la liviandad en la aplicación de penas, a través de su acortamiento.
No hay lugar para albergar a tantos delincuentes, por tanto hay que liberarlos antes de tiempo. Una excusa que sumada al garantismo hizo de los tribunales penales una puerta giratoria para delincuentes de toda laya.
Nadie puede imaginar que el delito vaya a desaparecer si las penas impuestas son más duras y si se cumplen en su totalidad. Pero sin los jueces de aplicación de sentencias –invento puro del garantismo- y sin el acortamiento de penas, Micaela Wagner estaría, al día de hoy, viva.
Algo de política
El país se encamina hacia las elecciones generales de medio tiempo a marcha en aceleración. Más allá de elecciones provinciales desdobladas, en agosto próximo –dentro de cuatro meses- acontecerán las PASO y en octubre, dentro de un semestre, será el turno de las generales.
¿Qué se elige? Diputados nacionales en todas las provincias y senadores nacionales en ocho de ellas.
¿Es posible que cambie la relación de los bloques en ambas cámaras? No en cuanto a oficialismo y oposición. Sí, en la cantidad de componentes de cada uno de ellos.
En este caso, cualquiera sea el resultado, todo parece indicar que el oficialismo –Cambiemos- pasará a contar con más asientos, dado los pocos que arriesga.
Más aún si la polarización entre Cambiemos y un peronismo kirchnerista galvaniza la elección.
Pese a su recuperación, tras el sábado de la movilización popular, Cambiemos debe atravesar algunas dificultades. Por caso, la provincia de Santa Fe donde el radicalismo mantuvo su alianza con el opositor socialismo. Y en la ciudad de Buenos Aires, donde la figura de Martín Lousteau divide aguas.
Del otro lado, el peronismo amaga pero no reacciona frente a las acusaciones por corrupción que se acumulan para el kirchnerismo.
Las cuentas en Suiza de los hijos de Báez, el allanamiento a las oficinas de la procuradora Gills Carbó, la imputación por “defraudación a la administración pública” contra Rocío García, la mujer de Máximo Kirchner y actual ministra en Santa Cruz, las licitaciones de Aysa ganadas por la brasileña Odebrecht, los “perdones” en perjuicio del Estado y a favor de Alcalis de la Patagonia, empresa del grupo Indalo que encabeza Cristóbal López y la situación del servicio penitenciario en la provincia de Buenos Aires, son las novedades de la semana que concluyó.
Casi nada. Casi una nimiedad de la que no se enteran los capitostes de un peronismo en crisis de liderazgo
Síntesis: en economía, en gremialismo, en la sociedad y en la política, la Argentina precisa de un cambio cultural.
¿Llegó la hora?
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