La semana fue bastante turbulenta en lo económico; primero se conocieron los indicadores oficiales de inflación que confirmaron lo que el propio Banco Central había anticipado, en el sentido de que el trimestre febrero, marzo y abril presentaría guarismos más altos por el impacto del tarifazo en la luz y el gas. Pero incluso aislando los efectos de los cambios en precios regulados y estacionales, el resto de la inflación, que los economistas denominamos “núcleo” también se recalentó.
El Indec mostró que el índice de precios (IPC) de marzo subió 2,4% en el área metropolitana de Buenos Aires y que el componente núcleo ascendió a 1,8%, lejos del objetivo de 1,3% mensual necesario para cumplir la meta del 17% para todo el año.
Entonces vino la respuesta del Banco Central, que subió fuerte la tasa de interés de su política monetaria, elevándola desde el 24,75% al 26,25%. La medida generó un vendaval de críticas de muchos sectores que piensan que ese endurecimiento del Central pone en riesgo la incipiente reactivación de la actividad económica.
Sin embargo, la preocupación luce un poco exagerada y en todo caso extemporánea, por cuanto esa posibilidad estaba implícita en el funcionamiento del programa de metas de inflación que implementó la entidad monetaria en octubre del año pasado.
¿Cómo funcionan las metas de inflación?
La clave del modelo anti-inflacionario es la coordinación de expectativas de todos los formadores de precios; gremialistas, empresarios y cualquier otro agente económico que tiene la responsabilidad de armar contratos de distinto tipo. En ausencia de metas, la economía opera con inercia y tiene la tendencia a reproducir la inflación pasada en los nuevos precios. Luego si el Banco Central convalida esos nuevos precios emitiendo dinero, cristaliza el piso de inflación que difícilmente sea menor a la del año pasado. Si, por el contrario, el Central no provee los medios de pago para que se lleven adelante todas las transacciones de la economía con los nuevos precios inflados, pues sobreviene una profunda recesión hasta que eventualmente se detienen los aumentos.
Justamente, el establecimiento de metas evita ese frenazo en la actividad, siempre que el público crea en los parámetros de ajuste de precios propuestos por el coordinador y modere los aumentos en consecuencia.
Pero si el BCRA no tiene éxito y los formadores de precios remarcan por encima de la meta, con subas que en promedio están más cerca de una inflación del 24%, pues obligan a la autoridad monetaria a utilizar su arma más letal; la suba de tasas.
Lo interesante es que esa suba no opera de igual modo en la economía argentina que en los Estados Unidos, por poner un ejemplo de un país donde la política monetaria usa habitualmente esa herramienta. En Norteamérica buena parte del consumo y de la inversión están sostenidos por el crédito y por lo tanto cuando se endurece la tasa inmediatamente se encarece el financiamiento del consumo y de la inversión. Además, esa suba impacta negativamente en el precio de las acciones y bonos en los cuales ahorra la clase media de ese país, generando un efecto negativo en la riqueza de la gente.
“Al final del día la clave es si efectivamente el Banco Central tiene éxito en bajar la inflación. El riesgo, obviamente, es que fracase y profundice la estanflación. Pero si lo logra la historia está a su favor; la baja de la inflación siempre reactivó la economía. Eso ocurrió en 1985, en 1991 y en el 2003. Este año no es la excepción; si baja la inflación, ganamos todos.”
En Argentina, en cambio, el consumo representa el 70% del PBI pero todo el crédito para compras de bienes finales por parte de las familias (tarjeta y personales) apenas asciende al 6% del producto, de modo que más del 90% del consumo no está influido directamente por la tasa de interés.
El efecto contractivo de la medida anunciada esta semana es por lo tanto bastante acotado y se ve contrarrestado por dos efectos positivos en materia de consumo. En primer lugar, con tasas más altas ingresan capitales especulativos del exterior, con lo que aumenta la cantidad de dólares en la economía y tiende a caer su precio. Como es sabido, con un dólar más barato todos los bienes potencialmente exportables y los que compiten con las importaciones tienen más dificultades para aumentar. En segundo lugar, la reacción del Central aumenta su credibilidad, porque la fuerte suba de la tasa es una señal muy potente en el sentido de que las autoridades están comprometidas con las metas inflacionarias que han fijado y resulta entonces más probable que los formadores de precios moderen los aumentos, dado que resulta evidente que no habrá emisión para convalidar precios más altos.
La pregunta del millón es cuál de estas fuerzas será la que domine. ¿La suba de tasas frenará el consumo financiado e incentivará a los consumidores a ahorrar en vez de gastar? ¿O la baja del dólar aumentará el consumo de bienes transables que tienen su precio dolarizado? Porque si ocurre lo segundo, la mayor demanda de esos bienes que aspira la clase media, como autos, motos y electrónicos, se traducirá en una recuperación de la confianza de los consumidores. Si ese fuera el caso, el dólar barato que tanto le gusta a la clase media, podría generar un boom de consumo y potenciar la reactivación de la demanda.
Por supuesto, al final del día la clave es si efectivamente el Banco Central tiene éxito en bajar la inflación. El riesgo, obviamente, es que fracase y profundice la estanflación, pero si lo logra la historia está a su favor; la baja de la inflación siempre reactivó la economía. Eso ocurrió en 1985, en 1991 y en el 2003. Este año no es la excepción; si baja la inflación, ganamos todos.
(*) El autor es economista, profesor de la Unnoba y la UNLP, investigador del Instituto de Integración Latinoamericana (IIL) y autor de “Casual Mente” y “Psychonomics”.
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