Hace ya un tiempo el escritor Aleardo F. Laría discurría sobre “el autoengaño y las ensoñaciones para tapar el fracaso estruendoso de la experiencia populista” y, creo, marcó el camino para seguir sus reflexiones. Para graficarlo de una manera simple, como lo hace el Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, digamos que: “El populismo es la política irresponsable y demagógica de unos gobernantes que no vacilan en sacrificar el futuro de una sociedad por un presente efímero”.
Néstor Carlos Kirchner, quien llegó al Gobierno nacional con un exiguo porcentual de votos (22%) y fue ungido presidente gracias a la disputa por el poder entre Eduardo Duhalde y Carlos Saúl Menem, prontamente se desembarazó de los lastres y entusiasmó a algunos sectores con su convocatoria a crear un movimiento transversal en el que iba a confluir el peronismo tradicional y la izquierda.
Se trataba de repetir el oxímoron de crear un “partido auténtico” peronista de izquierda, experimento que en los años setenta fue hecho trizas por el grupo antiterrorista denominado las “Tres A” (Alianza Anticomunista Argentina), creado por el propio presidente Juan Domingo Perón y orquestado por su ministro de Bienestar Social, José López Rega. En ese entonces, ideológicamente, los sectores militantes provenían, en su gran mayoría, de un conglomerado que por esos tiempos se identificaba como la “izquierda nacional”. Habían abrevado en el marxismo-leninismo pero marcaron distancias con la izquierda tradicional; integrada por comunistas y trotskistas, a la que descalificaban por “gorila”. Las señas de identidad de esta “izquierda nacional” eran su desprecio por la democracia liberal; la adopción de un programa que sin mayores precisiones proclamaba la instauración del “socialismo nacional”; y, fundamentalmente, su embeleso con los liderazgos populares, al estilo de Perón y Mao.
El entusiasmo revolucionario de aquellos jóvenes “imberbes” (así los apostrofó Perón cuando los echó de la Plaza el 1º de Mayo de 1974 y se sumergieron en la clandestinidad, alzándose contra un gobierno constitucional elegido democráticamente) estaba basado en el dato que en los años setenta no se había producido el derrumbe del régimen comunista y tanto la Unión Soviética como la China maoísta parecían regímenes de una enorme solidez. En América Latina, la Cuba revolucionaria de Fidel Castro era mirada con indulgencia no exenta de admiración, pese a sus prematuros pecados de autoritarismo. Era una época en que esos jóvenes recordaban el “mayo francés” (año 1968) y su lema: “La imaginación al poder” y creían que la clase obrera “tenía un lugar reservado en el paraíso”, como así deploraban no haber estado en la Sierra Maestra acompañando la bajada de Fidel y el “Che”.
Producida la caída del Muro de Berlín, toda aquella fantasía se derrumbó. Cuando se conocieron los millones de seres humanos exterminados en el “gulag” soviético, los ideales revolucionarios se marchitaron. Los hermanos Castro, en Cuba, no pudieron ocultar por más tiempo las viejas arrugas de los dictadores. En la Argentina, el único resultado visible que obtuvieron las organizaciones armadas guerrilleras que predicaban su amor por la revolución, mediante el terrorismo, fue la instauración de una feroz dictadura autoritaria que vulneró todos los derechos humanos imaginables. Como contrapartida, hubo una carnicería montonera que vengaba cada muerte y cada apresamiento con fusilamientos, bombas y secuestros.
De todo aquel bagaje ideológico, lo único que esa “izquierda nacional” conserva en la actualidad es la estructura del gastado discurso emancipatorio y su fobia al liberalismo político. En su visión, fundada en los conceptos de “inclusión” y “redistribución”, se acopla la idea que más vale subdividir la miseria existente que generar riqueza digna de reparto. Según tal visión maniquea, lo determinante sigue siendo “a quién se saca y a quién se da”. Es una arraigada convicción proveniente de la teoría de la lucha de clases que entiende a la política como un juego de suma cero, donde todo gira alrededor del reparto de la riqueza, no de su creación. De allí que las huestes resulten fácilmente cooptadas por los discursos populistas que aparecen disputando el poder a los “grupos concentrados”.
Es una izquierda que se siente enormemente seducida por los líderes mesiánicos que hacen un llamado al pueblo a “combatir al capital”, aunque luego esos líderes se cuiden de llevar adelante sus amenazas y en lo personal adopten comportamientos propios de los más voraces capitalistas, saqueando las arcas del Estado y corrompiendo sus gobiernos.
Han pasado, sin paradas intermedias, de predicar la lucha armada, matando, secuestrando y torturando gente, a convertirse en evangelistas de los derechos humanos; de defender la dictadura del proletariado a reivindicar los más de treinta años de democracia. Los pocos que han hecho una autocrítica rigurosa son descalificados como “conversos”. En definitiva, es una izquierda enamorada de la retórica y por consiguiente muy poco dispuesta a reconocer la realidad y a levantar las pesadas hipotecas de su pasado. La consecuencia indeseada de este autoengaño colectivo es la enorme dificultad que tiene para examinar los resultados de la gestión del gobierno “nacional y popular” y hacer un uso didáctico de sus incuestionables errores.
El convencimiento de que se está librando una dura batalla épica por la emancipación de los pobres los lleva a perderse en la bruma de una burbuja cognitiva que les impide apreciar cualquier realidad que difiera del idílico relato. Así, por ejemplo, uno de sus “sensibles sociales” Alberto Fernández, Jefe de Gabinete de ambos gobiernos del matrimonio kirchnerista, asevera que el peronismo no puede ser oposición y estar en el banco de suplentes, ya que “debe estar allí donde los pobres, para ayudarlos”. Flaca o frágil memoria que olvida que aquellos gobiernos culminaron con casi el 30% de pobres poblacionales. Pero esa burbuja cognitiva, también fue acompañada por “posverdades” como las de Kicillof que no medía la pobreza porque ello implicaba “estigmatizar a los pobres”, con lo cual si no sabía cuántos eran y dónde estaban… cómo haría para combatir la misma?; o las del inefable Aníbal Fernández para quien teníamos “menos pobres que en Alemania”. Qué es la “posverdad”?. Es un dicho que se refiere a circunstancias en las que los hechos objetivos no cuentan. No importa la verdad, sino el impacto que en la opinión pública crea una frase basada en falsedades. Es, nada más ni nada menos, que una gran mentira.
Se asiste ahora al fracaso estruendoso de la experiencia populista, Los “regalos” del atraso tarifario de la luz y el gas, y los lógicos cortes; los luctuosos accidentes ferroviarios por falta de renovación y mantenimiento del material rodante y vial; el déficit energético; la inflación desbocada; la corrupción generalizada; la falta de inversión productiva; la irreductibilidad de la pobreza estructural; la inseguridad que roba, mata y secuestra gente a diario; la influencia zaffaroniana, con su abolicionismo delictivo, que hace responsable del delito a la sociedad entera y aparta al Estado de la política criminal; el aumento del narcotráfico y el incremento del narcomenudeo; las rutas “asesinas” por falta de la inversión en su construcción y mantenimiento; el dólar futuro; el cepo cambiario; la manipulación de las estadísticas oficiales del INDEC; el magnicidio de Nisman; la posible traición a la patria por el pacto con Irán; la pueril llamada a la patria en la disputa judicial con los “fondos buitres”; el aislamiento internacional; los ataques y aprietes al poder judicial; la “escribanía” del legislativo; el déficit fiscal provocado por el asistencialismo y la falta de productividad con millones de subsidios y planes; el retraso de la educación; la desinversión en la salud pública; la politización de la protesta social; la expansión exasperante de la protesta piquetera extorsiva, impidiendo el traslado de los que trabajan en serio; en fin, la destrucción de la macroeconomía; son todos síntomas elocuentes de gruesos errores gubernamentales que se fueron acumulando a lo largo de años. La retórica, engordada por el abuso de las “cadenas nacionales”, sólo ha servido para ocultar los problemas de gestión o dejarlos crecer abandonados a su propia dinámica.
Tenía razón Laría, ha imperado el autoengaño y las ensoñaciones mentirosas. Los costos mayores recaen sobre los sectores más humildes, los supuestos destinatarios de los beneficios de la “década ganada”. Tal vez el único saldo positivo que deje la experiencia populista sea un cierto aprendizaje colectivo. Es probable que la sociedad argentina, en lo sucesivo, preste mayor atención a las cuestiones pragmáticas de la gestión y rechace las sonoras convocatorias a librar batallas contra “los enemigos del pueblo”.
No es seguro que tal efecto se verifique, pero luego de tantas tribulaciones es plausible pensar que por fin se está mucho más cerca del acierto que del error. Así lo espero, alentado por lo que el doctor Arturo Frondizi nos enseñó en nuestra juventud: “Las sociedades no se suicidan”.
(*) Ex juez federal
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