El futuro nunca estuvo tan cerca. Mientras escribo esta columna, en el número 20 de Akron Road, en Mountain Ville, California, las mentes más brillantes de la ciencia, incluyendo ocho Premios Nobel, están pensando el mundo de los próximos años y cómo las aplicaciones concretas de los descubrimientos científicos cambiarán nuestras vidas.
No es un tema nuevo, el año pasado en este mismo espacio discutimos las implicancias económicas que podían tener, por ejemplo, el abaratamiento espectacular de la energía solar, que convirtiera en basura a todo el petróleo del mundo, o la fabricación de hamburguesas artificiales que terminaran con el hambre del mundo.
Poco tiempo después de aquella columna, salió un fantástico libro de Santiago Bilinkis. En “Pasaje al futuro”, el autor especula sobre las infinitas posibilidades de las impresoras 3D, que ya pueden fabricar desde un par de zapatillas hasta un órgano humano.
Una realidad cercana
Y no estamos hablando del 2100, como nuestros abuelos fantaseaban sobre el 2000. Son realidades concretas que ya están entre nosotros, y que no se han masificado aún porque todavía los costos son altos, pero en veinte años será difícil encontrar fábricas de la mayor parte de los bienes que nos rodean, salvo los que tengan ventajas de costos en razón de la fabricación a gran escala. La razón es simple; con impresoras 3D tan disponibles como una 2D de las actuales, cualquiera podrá fabricar en su casa los muebles del hogar, los repuestos del auto, o una prenda de vestir.
El gran negocio pasará por los diseños. Las tiendas virtuales ofrecerán los programas para fabricar las distintas cosas, del mismo modo que hoy nos permiten bajar una aplicación para el celular, una película o un tema musical.
El correo permitirá teletransportar objetos, puesto que solo habrá que darle a la computadora el archivo que contenga el diseño de un objeto que hoy está en La Plata, por ejemplo, para que brote por la impresora de alguien que se encuentra en San Pablo, o Estambul.
Podría escribir un libro completo especulando sobre las infinitas posibilidades. El mundo cambiará desde el punto de vista económico, de una manera tan brutal que cuesta imaginarla. Me gustaría pensar que los principales partidos políticos tienen a sus cuadros más brillantes en ciencias proyectando este futuro y analizando los distintos escenarios. Incluso de manera colaborativa, puesto que el desafío será enorme y los retos que impondrá la adaptación trascenderán las ideologías.
Lamentablemente sé que no está ocurriendo. Martin Redrado me contó el otro día que un ex Presidente con el que trabajó le dijo que no se preocupara por el largo plazo, que el futuro estaba garantizado si gobernaba correctamente la coyuntura, porque después de todo “el largo plazo no es otra cosa que una sucesión de muchos cortos plazos”.
La verdadera revolución; la trascendencia
Siempre pienso en estos temas y trato de imaginar el futuro, muchos veces motivado por las conversaciones que tengo con gente que de esto sabe más que yo, como mi amigo Javier Milei, un experto en la Singularidad, que es el nombre con el que se conoce al momento del tiempo en el que será imposible distinguir si somos humanos o cyborgs.
Javier eclipsa a la audiencia en cualquier lugar que habla, cuando les cuenta que tecnológicamente será posible fabricar y reemplazar cualquier parte del cuerpo, de suerte tal que la muerte incluso puede terminar siendo un fenómeno raro del que se hable solo en los museos.
Pero si se puede construir en 3D cualquier órgano, a partir de la secuencia correcta de ADN, una máquina que transmitiera el genoma completo de un ser vivo cualquiera, podría hacer que este emerja en otro lado del mundo, desde una impresora lo suficientemente sofisticada como para fabricar tejidos. La teletransportacion ya no quedaría acotada al terreno de lo inanimado.
¿Y qué ocurre con la mente de las personas? ¿Es posible teletransportar la personalidad completa? ¿Y la memoria? En la última película de Johnny Depp y Morgan Freeman, “Transcendence”, los científicos logran cargar en una computadora el cerebro completo del personaje, incluyendo como es lógico no solo sus recuerdos, sino también su conciencia, a punto tal que es imposible distinguir a partir de la interacción con la maquina si esa mente artificial es en realidad la persona despojada de su viejo cuerpo, un test que los científicos cognitivos denominan “la prueba de Turing”. Si está en el cerebro, entonces es posible replicar la conexión sináptica que genera cualquier estado mental, incluyendo la capacidad de sentir. En otras palabras; no somos más que un conjunto de información, que puede ser escrito, copiado, transportado y por supuesto también modificado y manipulado.
Pero si el cuerpo humano no es la tecnología más eficiente para portar a nuestra conciencia, a nuestro yo, la pregunta es qué sucederá con la economía que gira en torno de la reproducción y supervivencia de este hardware de carne y hueso que hace seis millones de años viene evolucionando.
Cuanto más maquina sean los ciborgs, menos alimentos, transportes, e incluso agua necesitaremos. Las relaciones comerciales cambiarán drásticamente y seremos finalmente una sociedad productora, consumidora y administradora de información
¿Estamos preparados para que nuestra mente transcienda? ¿Estamos preparados para la nueva economía que vendrá? <
(*) El autor es economista, profesor de la UNLP y la
Unnoba, investigador del Instituto de Integración Latinoamericana (IIL) e investigador visitante del Centro de Estudios Distributivos Laborales y Sociales (Cedlas).
MIRADA ECONÓMICA
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