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ENFOQUE

La cultura de la moto y la vida sin casco

Hace unos meses circuló una foto en las redes sociales y en los portales de noticias en la que se veía a siete personas arriba de una moto. Ninguna tenía casco. Eran cinco chicos y dos adultos, cruzando la esquina de Italia y Padre Ghío, en el barrio Villa Belgrano de Junín, provincia de Buenos Aires. La imagen puede impresionar a quienes buscan rarezas en Internet, pero no a quienes hemos visto desarrollarse ese fenómeno que obedece a la natural tendencia humana de expandirse en el espacio.
Ocurre con los automóviles de alta gama, y también con los bienes inmuebles de lujo que se abren como manchas sobre la tierra, aunque sin llamar tanto la atención como lo hacen las motos, porque el avance de las motos en la ciudad es vivido como una amenaza social. Si algo se manifiesta en estas invasiones es la presencia de una clase que ha encontrado en el vehículo de baja cilindrada -como el indio lo encontró en el caballo hace doscientos años- un motivo de orgullo, una prueba de destreza y una posibilidad de libertad.
Tres meses después de esa tarde de febrero, en la que ocurrió la proeza de siete personas haciendo equilibrio sobre dos ruedas (ni en los circos se ve una cosa así), en una madrugada de sábado volví a ver en Junín una escena que puede integrarse a la anterior. En un barrio a diez cuadras del centro comenzaron a abrirse paso entre las calles varias escuadras de motociclistas moviéndose en grupos de entre cuatro y diez. Primero se abrió un sonido en el aire. Mejor dicho, el sonido cayó del cielo como de aviones de combate en una exhibición. Después, desde una esquina, vi pasar a varios grupos por varias encrucijadas en forma simultánea. Eran organismos muy sofisticados. Los conductores hablaban a los gritos de moto a moto, separadas por centímetros, y también participaban sus acompañantes sumándose a las charlas o festejándolas con risas más estridentes que las explosiones de los pequeños motores que se sucedían como tiroteos. Aceleraban, zigzagueaban, frenaban de golpe y, sin embargo, el flujo de las escuadras mantenía su rumbo dirigido por un líder que, tal vez hastiado de la línea recta, decidía espontáneamente doblar en alguna dirección.
La coreografía motriz tenía algo de “Calles de fuego” (1984), la película de Walter Hill en la que las motos asolan una ciudad exactamente del mismo modo con que lo hacían los cowboys en los pueblos áridos del siglo XIX. La irrupción nocturna de motos en las calles desiertas son, sin dudas, factores vitales del western. La ley, los testigos, la vida cotidiana con sus costumbres dominantes han desaparecido y, entonces, se hace su lugar en lo público aquello que durante el día ha sido socialmente reprimido. No están delinquiendo, aunque estarían preparados para hacerlo cuando lo deseen. Están más bien “ocupando” un escenario de un modo desafiante pero con un derecho que las faltas que cometen, casi todas contra sí mismos (no usan casco, no mantienen bien las máquinas, no contratan seguros), no alcanzan a borrar.

Datos comparados

En Colombia, el país de las motos (y de los sicarios motorizados) se vendieron en 2013 cerca de 660 mil caballos de dos ruedas, mientras que en la Argentina (que tiene 8 millones menos de habitantes) se vendieron 750 mil. La Asociación Argentina de Motovehículos publicó un artículo en el que asegura que en los últimos cinco años el parque de autos aumentó un 30% y el de motos un 100%. En 2009 había una moto cada casi cinco autos, ahora hay una cada tres.
Los números de Junín son mucho más asombrosos que los de ese crecimiento. Es una ciudad de 90 mil habitantes y 50 mil motos. No alcanza la tasa escalofriante de Ho Chi Minh (ex Saigón), donde hay 6 millones de motos repartidas en 7 millones de personas, pero supera con holgura el promedio de Roma (una moto cada 4,5 habitantes) y Barcelona (una moto cada poco más de cinco habitantes), las dos ciudades más motomaníacas de Europa.
Pero lo de Junín no es un mero asunto de escalas, porque en ciudades con demografías similares como Olavarría y Pergamino hay sólo 20 mil. En un país en el que hay tres autos cada una moto y una moto cada casi siete habitantes, en Junín hay una moto cada dos habitantes y 0,8 auto cada una moto. ¿Qué fue lo que ocurrió? La pregunta correcta debería ser: ¿qué es lo que ha estado ocurriendo? Porque ya en los años ‘80 y ‘90 del siglo pasado la moto era un bien muy frecuentado entre hijos de clase media y trabajadores asalariados de Junín que se repartían el consumo de las máquinas importadas de Japón y aquellas otras fletadas desde la fábrica Zanella. La necesidad del trabajador, que desde esos años dejó de contar con un servicio de transporte público a la altura del ritmo que exige la vida, y el consentimiento de los padres burgueses ante el capricho de sus jóvenes y amados parásitos, llevaron las cosas a una especie de “piso motociclístico” que alcanzó un parque de 15 mil ejemplares en el año 2000.
Hoy, el ruido urbano en las horas críticas del día es el de un zumbido ensordecedor, como el que podría surgir de un enjambre de insectos metálicos que nos sobrevuela sin siquiera imaginar su propio descanso. Pero frente al peligro que denuncian los automovilistas (que aparecen de la nada, que son irresponsables para manejar, que no acatan ni el preámbulo de la Ley de Tránsito, etc.), no hay peligro más grande que aquel al que los propios motociclistas se exponen en sus excursiones kamikazes. Directamente chocan y se matan entre ellos, por las mismas razones que argumentan los automovilistas, y porque han hecho una culto insobornable de negarse a usar casco. Si los motociclistas fuesen una raza -como le gusta insinuarlo a su raza antagónica, la de quienes nos movemos en cuatro ruedas- no habría dudas de que comienza a despuntar una autolimpieza étnica.
Según la Agencia Nacional de Seguridad Vial, sabemos que en el 18% de los accidentes viales de la Argentina participan motos. Pero según personal del servicio de emergencias médicas local que actuó hasta hace unos meses, la participación de las motos en los accidentes de tránsito de Junín es de entre el 80 % y el 90% . Son entre cinco y siete accidentes por día, la mayoría de los cuales es protagonizado (a veces con el peor protagonismo: el que da la muerte) por jóvenes. Lo que alimenta como la leña seca al fuego los números negros, en los que los accidentes de tránsito son la principal causa de muerte de los argentinos que tienen entre 15 y 34 años, una verdadera epidemia sin antídoto.
Los lectores recelosos de la política que llegaron hasta este párrafo deben estar calentando sus motores mentales para preguntar: ¿y la Municipalidad de Junín qué hace? Pero fíjense que ha hecho mucho pese a la desigualdad de fuerzas, similar a la que siempre hay entre la naturaleza y el control de la naturaleza. Basta imaginar por un instante que esas 50 mil motos salen a la calle de manera simultánea, organizadas para llevar a cabo algún tipo de acto. ¿Qué revolución no podrían hacer? ¿Cuántos inspectores de tránsito y cuánto equipamiento se necesitaría solamente para “encausarlos”?
La Municipalidad de Junín presionó sobre la falta de seguros de las motos, lo que aumentó considerablemente las pólizas; creó una Agencia Municipal de Seguridad Vial, lo que por un lado trajo primero más control en las calles y luego un predecible síndrome de cabeza quemada en los inspectores que comenzaron a abandonar sus trabajos; y entregó gratuitamente cascos a los niños que viajaban desprotegidos en las motos de sus padres. Pero cuando quiso ir a fondo sobre el uso obligatorio del casco en los adultos (parece mentira, pero si uno entra a Junín verá que lo que parece obligatorio es “no” usarlo) ocurrió una estampida apocalíptica de motos en son de protesta.

Implantes de casco
Un candidato a intendente de La Plata diseño hace unos años un consejo ciudadano que decía; “Metete el casco en la cabeza”. Tal vez no haya que llegar al extremo de realizar implantes de casco. Con que el motociclista se conceda a sí mismo y a sus acompañantes la experiencia de usar el casco del lado de afuera de la cabeza, las cosas cambiarían para bien en un tiempo breve.
Esa es la cuestión de la seguridad del motociclista. Pero hay otras, como la del prejuicio civil. Si nos dejamos llevar por las noticias televisivas, esa variante documentalista de la telenovela, terminaremos creyendo que no hay moto sin motochorro. Para hundirle el puñal a ese tipo de retórica podemos preguntarnos si alguien puede creer que en Junín hay 50 mil amigos de lo ajeno. A los que creen que sí, ¿en qué vehículos piensan que se mueven las maestras, los albañiles, los policías, los torneros, los empleados de comercio juninenses? ¿en limousines?
Cuando se inventó el motor a explosión, sus pioneros lo montaron en una moto (1885) antes que en un auto (1886); incluso la moto tiene un antecedente de 1867, armada como una máquina a vapor. No vamos a contar aquí la historia de la velocidad porque hoy no es el día, pero está visto que quienes comenzaron a desarrollar el movimiento privado mediante máquinas pensaron en una experiencia individual como la del jinete solitario: dos ruedas, un asiento. La tentación de volver a cabalgar como en la antigüedad no ha muerto. Todo lo contrario. Antes de combatir ese deseo, que también es un derecho, mejor colaborar para reducir el daño que produce el uso irracional de la libertad.<

(*) Escritor.

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