Recién comenzaba la década del 60 y la casa de mis viejos era nueva, como las de al lado y todas las de la cuadra. En frente las dos manzanas perimetradas en parte por ligustrinas, siempre verdes y paraísos. Dentro los montes de plátanos geométricamente dispuestos.
Poco tiempo antes, la magia del mítico Prado Español que le dio nombre a una barriada había llegado a su fin. Atrás quedaban las visitas de Magaldi, de Fangio, de Marcilla y de Perón. Y ya eran recuerdo los carrouseles, el trencito, el salón de los espejos e infinitas historias de amor, de guapeza y de curdelas surgidas de los bailongos, las kermeses y romerías.
Solo quedaban algunos vestigios: las ruinas del arco de entrada, donde hoy nace calle Ordiales, los restos del escenario y las pistas de baile de cemento donde resonaba aún el eco de la voz del locutor de aquellos bailes don Mustafá “el turco” Meres.
Estoicamente seguía en pie, negándose al implacable designo del tiempo, la casa del cuidador don Alegretti, que aún sobrevive “tuniada” por los nuevos tiempos y el galpón donde se guardaba el trencito que luego fue propiedad de los hermanos García hasta que desapareció para dar lugar a los chalets de Lebensohn y Oviedo.
En ese mítico espacio un domingo de abril del ‘60 a media mañana se acomodaron dos camiones jaulas. Venían de Mataderos, llenos de hinchas de Chicago. Enseguida se desplegaron las banderas verdinegras y el sonido de los urgentes bombos se esparció entre los plátanos. Al rato: el fuego, las parrillas y las damajuanas oscuras. Después las voces, sobre todo las voces y las palabras.
Invadida nuestra canchita nos acercamos tímidamente, ojos y oídos curiosos.
-“Hoy les hacemos la boleta muchachos, dijo un morocho apenas nos vio venir, mientras se ponía un delantal blanco con sangre seca como para trabajar la carne destinada a la parrilla”.
-“No le den bola a este negro cargoso”, dijo uno más joven con muñequeras de cuero, que parecía más amable.
Mirando uno de los arcos formado por dos plátanos y un travesaño de palo, dijo: “¡Uh! Parece que les invadimos la cancha”.
-“Si señor pero no hay problemas, tenemos otras más allá”, dijo el Miguelo, mientras nosotros asombrados observamos el febril movimiento de la hinchada preparando los tablones, atendiendo el fuego, cortando la carne, y vivando cada tanto a Perón y a Chicago.
Ese día fue imborrable no solo porque vimos por primera vez algo que después se iba a repetir, sino por el mágico relato que nos regaló el de las muñequeras.
Se sentó contra uno de los árboles, se sirvió algo de vino en un jarro de aluminio y comenzó a contar: “Hay personas a las que es difícil definirlas con palabras. Palabras como virtuoso, crack, genio o caballero les queda chica. Es el caso de Ernesto “Coco” Pelli, de acá de Junín, y ojo esto no me lo contó nadie, lo vi yo hace un par de años cuando vinimos como ahora a jugar con Sarmiento”.
“Esa tarde Pelli agarró una pelota y le pegó con tanta fuerza que sacudió la red de tal forma que el arco entero, que en aquella época era de madera cuadrada, estuvo temblando por varios segundos mientras la pelota quedó dormida dentro de la red”.
Entonces entrecerré los ojos, la voz se hizo lejana y como en una película vi al árbitro corriendo hacía el círculo central marcando el gol. Los jugadores de verde y blanco festejaban el quiebre del marcador que estaba en cero. El cemento deliraba.
El Coco Pelli quedó plantado en su lugar con los brazos en jarra. Después levantó la mano como pidiendo disculpas y comenzó a correr lentamente hacia el árbitro. Los jugadores rivales ya estaban alineados en sus lugares para reanudar el juego, los de Sarmiento volvían a sus puestos.
-No fue gol, señor juez.
-Cómo dice, señor.
-Que no fue gol. La pelota entró por el costado de afuera de la red.
-¿Usted está seguro, señor? -dijo el árbitro que había visto, al igual que todos los jugadores y el estadio dormir mansa la pelota dentro de la malla de hilos blancos.
-Si señor juez, lo que pasa es que la pelota rompió la red.
El árbitro corrió hacia el arco, levantó los hilos y claramente todos pudieron ver como el “cañonazo” del Coco había perforado la red.
Entonces regresó junto al jugador y se quedó mirándolo por unos instantes con la boca abierta. Enseguida estrechó con fuerza la mano del delantero. Parecía que ese gesto no alcanzaba, entonces lo apretó en un abrazo, le pegó una palmada en la cara y en medio de un silencio respetuoso anuló el gol y marcó el saque de arco.
El Coco volvió a levantar su mano como pidiendo disculpas a los hinchas, mientras compañeros y rivales lo abrazaban y palmeaban.
Como si la película hubiera terminado volví a ver al relator diciendo emocionado: “ojo, muchachos eh, que pedía disculpas, no por haber dicho la verdad. Pedía disculpas porque no pudo hacer el gol.
Al final ese partido terminó empatado 0 a 0. Díganme si no le queda chico crack, genio o ídolo. Y sí, lo más apropiado para un tipo de estos es Maestro.”
Muchos años después cuando llegaban los ochenta del Prado Español ya no quedaba nada. Por esos días andaba yo por Caballito. Como iba a ver a unos primos entré a una carnicería para comprar asado. Después de los saludos un hombre amable de cara conocida me pregunta
-¿Qué va llevar señor?
-Esa tirita de asado y unos chorizos.
El hombre me despacha. Entonces observo las muñequeras de cuero. Enseguida el recuerdo. Le pregunto y si, era él. También se acordaba.
Cuando me iba me dice “pibe que campañita se hicieron este año, eh. Se merecían el ascenso. Ese equipo enseña cómo hay que jugar buen fútbol”.
Ya en la vereda siento el grito: “¡pibe, los de Sarmiento de Junín son unos maestros!”
El tiempo corrió. Los verdes descendieron, volvieron luego nuevamente a primera división, mantuvieron la categoría en aquel recordado partido contra Olimpo y otra vez, parodiando a este hincha de Chicago fueron maestros.
Hace muy poco salíamos de la cancha de Banfield. Esta vez no hubo ni tren, ni alegría, ni ascenso. Con Andreita y Luis caminábamos cabizbajos, amargados. La derrota dolía en lo más profundo del alma.
Entre tanta gente un hombre mayor se acerca con alguna dificultad. Me mira, me abraza y me dice: “Yo vine a alentar al verde pibe. Lástima no se dio, pero ¡qué hidalguía la de Sarmiento che! El año pasado perdieron la final contra San Martín de Tucumán, ahora contra Arsenal sin merecerlo, pero se van después de la derrota como señores, sin ningún quilombo”.
Al principio no caí hasta que para despedirse elevó sus puños a modo de saludo y fuerza. Entonces vi las muñequeras. Me volví emocionado y lo abracé como quien se aferra a un amigo en la desgracia. Ahí con esa voz que había escuchado cincuenta años atrás en el Prado Español la historia del Coco me dijo palabras que más que consuelo fueron una definición tajante y definitiva.
Semanas después contra Central Córdoba de Santiago del Estero en Junín, esta vez por penales se desvanecía otro sueño. Con inmensa tristeza, el hincha de Sarmiento buscaba refugio allí donde lo encontrase. En el suelo, en la mirada acuosa del amigo, con la camiseta o la bandera en la cara, como secándose el dolor quemante. Allí estaban los guerreros, los maestros sufriendo ajenos a cualquier sentimiento de violencia, de reproche, de destrucción, de odio.
Yo, entre el alambrado y la tribuna cabecera, rotos los diques de contención emocional, me desahogué en un llanto solitario, escondido y silencioso cuando resonaron desde lo más profundo de mi alma las palabras que a la salida de Banfield, mi amigo el de las muñequeras de cuero, me había dicho con voz de Alejandro Apo leyendo un cuento:
“viste pibe que yo te dije. Ustedes los de Sarmiento de Junín, en los triunfos o en las derrotas, ustedes pibe...¡Son unos maestros!”
(*) Profesor en Letras e Historia y periodista. Se desempeñó como Jefe de Redacción en el Diario de la República de San Luis y como periodista en Semanario y La Verdad de Junín. En San Luis fue profesor en la Universidad Católica de Cuyo, el Nacional Juan Pascual Pringles y la Escuela Secundaria de El Trapiche. En Junín, fue director de la Escuela Secundaria N°19 y profesor en varias escuelas de nivel medio.
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