Posan quienes libraron un partido entre astros: Messina, Domingo Olite, Ángel Lavari y “Cacho” Acosta.
LEYENDA DE LA PELOTA A PALETA

Si Messina fue manco, Gardel fue mudo…

Fue todo un revolucionario de la disciplina. Para explicar esa misteriosa aureola, existen razones deportivas y extradeportivas. Entre las primeras, su capacidad de juego en cualquier lugar y circunstancia, sus innumerables triunfos (sobre todo los considerados "imposibles" por los aficionados) y una vida de giras y retos sin descanso. Entre las segundas, no pueden obviarse tanto su temperamento desafiante, como su espíritu festivo, que incluía fuera de la cancha un reconocido talento como recitador criollo.

Para las nuevas generaciones, se trata de una verdadera leyenda, cargada de magnetismo y de brisas increíbles. Murió hace catorce años, pero el recuerdo permanece intacto. Una historia fantástica, repleta de andanzas y proezas mágicas, que los viejos repiten con devoción y respeto, especialmente en los pueblos de la llanura bonaerense y pampeana. Gran parte de la historia de Ismael Oscar Messina, el fascinante “Manco de Teodelina”, se escribió en Junín, donde realizó una porción importante de su asombrosa campaña, en cada una de las quince canchas de pelota a paleta que tenía la ciudad en la época del mayor esplendor del deporte vasco, que supo ser pasión de multitudes y hoy ya casi nadie práctica.
Paisano antiguo, de poncho y cuchillo a la cintura, con un fajo de billetes que siempre le colgaba en el bolsillo, “El Manco” se las arreglaba muy bien para armonizar su destreza en los escenarios abiertos o cerrados, con interminables noches de copas y curdas, asado y timba, viola y milonga. Amigo entrañable del recitado gauchesco, Messina solía realizar trazos formidables sobre los tauras, los morlacos, las papusas, los farabutes y los malandrines de aquellos tiempos.
Messina era un superdotado y tenía talento para casi todo. Empezó a jugar a los 10 años, “siempre a la hora de la siesta, porque si no después venía la policía y nos llevaba a todos presos...”, recordó en una nota que hace un tiempo concedió a nuestro suplemento, aclarando que “ya a esa edad se jugaba por plata. Por mucha plata. Y en esas cosas los chicos no podían andar. A mí me llevaban preso todos los días... No teníamos ni zapatillas. Jugábamos descalzos ahí, al rayo del sol, y le pegábamos con un pedazo de madera. Así fui aprendiendo”.
Este gaucho analfabeto, de estrafalario carácter y de fuerte sentido para la amistad sin dobleces, que jugó hasta los 65 años, fue el mejor de todas las épocas. Como Carlos Gardel, no hubo otro igual. Ni siquiera parecido. Auténtico hombre nacido en la más fatal de las “mishiaduras”, amigo de “encurdelarse” y del “escolaso” interminable, sin embargo llegó a ser millonario, un verdadero “bacán” en el cariño de la gente. De esa misma gente que llenaba las canchas de admiración y suspiros con su sola presencia. No importaba con quién ni contra quiénes jugaba. Tenía un “poder” deportivo excepcional. No ignoraba la épica de su talento, pero no hizo referencias grandilocuentes valiéndose de ello. Llevaba el pelo en cortinilla sobre un rubicundo rostro de atorrante y charlaba sin parar. En cualquier terreno era un filósofo. Tenía un enorme respeto por la palabra y no perdía el tiempo a la hora de enumerar sus fobias.
Curiosamente, con Oscar Messina se dio lo inverso de la trama habitual. En todo acontecimiento deportivo, el aficionado neutral o amante de un espectáculo, siempre se inclina por el más débil. Pero con “El Manco” era distinto, porque todos iban para verlo ganar. Disfrutaban con su juego. Así como los poetas inventaron palabras o les descubrieron sentidos cada vez más exactos o las cambiaron, él solía confrontar con la lógica, inaugurando la maravilla de saques distintos, pegadas diferentes, sutiles movimientos, quiebres impensados, giros prodigiosos, dentro de transgresiones maravillosas, repletas de sencillez. Fue todo un marginal poético de la pelota a paleta, simplemente porque no se asoció a los lugares comunes ni hizo ninguna grosera ostentación a la hora del triunfo.
Nació en Teodelina el 4 de abril de 1930, en la mayor pobreza. Era uno de los seis hijos de un matrimonio muy humilde. En 1944 falleció su madre y tuvieron que repartirse entre distintos parientes o conocidos. “El Manco” ancló en Coronel Suárez, con un correntino amigo del padre. A los 14 años, desesperado por la necesidad de ganar “un pesito”, desafió nada menos que a Manolo Zubeldía, el astro del momento, que no tenía rivales y andaba dando vueltas, aburrido, por esos pagos sureños. Esa tarde le ganó los dos partidos y la fortuna de los primeros “veinte mangos”. Allí comenzó la leyenda de este mítico personaje de un deporte en franca extinción. Dos años después, con apenas 16 años, Messina se había transformado en un verdadero monstruo.
La pelota a paleta fue pura pasión en los albores de la mayoría de los pueblos, porque en cada lugar, por más modesto que fuese, se levantaba una cancha. Por aquellos tiempos, esa era la moda, dentro de una disciplina repleta de varones de verdad, con “V” corta, un título que no se hereda. Un deporte de hombres de pelo en pecho, con barba de dos días que borraban con la navaja, a brocha y espuma. A primera vista, las siluetas clásicas van apareciendo en el recuerdo, no aquellas de la memoria, sino de las vivencias. No es fantasía reflexionar sobre la tremenda popularidad que tuvo en Junín la disciplina, no cubierta debidamente por el periodismo de entonces, ya que es difícil encontrar páginas que expliquen ese fenómeno. Hay cosas dispersas, muy complicadas para juntar y llevar del brazo. Lo cierto es que aquí, crease o no, había más de quince escenarios para pegarle a la pelotita y sentir el sabor mágico de un certero revés. Veamos, si no: Sarmiento, Centro Español, Aramburu (en Lebensohn y Narbondo, frente a la ex. Escuela Comercial), Club Junín (cerrada y abierta), Turco Lorenzo, Los Varela, Paco Ojeda, Boliche Balestrasse, Rincón del Carpincho, La Agraria, Camicia, Mariano Moreno (Carlos Pellegrini e Italia), San Martín y Jorge Newbery. De todas ellas, la única que sobrevive a duras penas es la cerrada de Junín, a la que habría que proteger como un verdadero “monumento histórico”, a prueba de piquetas destructivas. Que las ambigüedades queden para los políticos y las leyendas, con voluminosos pliegos de riquísima textura, para la gente, esa misma que sabe reconocer los perfumes del pasado y la sensación térmica de los días felices.
Es cierto que Messina le ganó a todos y recién cuando se puso viejo empezó a perder algunos partidos. Nunca quiso meter su cuerpo en campeonatos de la Federación, porque “se jugaba por el honor y yo siempre lo hice por plata”, se sinceró más de una vez. Muchos juninenses talentosos brillaron (y se opacaron, según la ocasión) junto este singular personaje, un Maradona adelantado en el tiempo: Anastasio Larrañaga, Horacio Silvetti, Sergio Lecumberri, Eduardo Ancel, Juan Sangiovani, Agustín Caraballo, Cacho Muscariello, el gallego Ponce y el cordobés Dellafratte.
El mayor mérito de este deporte es haber abierto fronteras en todas las localidades de la pampa húmeda, que lo convirtió en un duro cómplice y entrañable sparring de la memoria. Los recuerdos y la muerte de la pelota a paleta pueden hacer descubrir a más de uno que ya lleva bastante vida vivida, que ya está bastante grandecito como para recibir trivialidades en lugar de toda la riqueza que guarda el pasado, un peligro del que “El Manco de Teodelina” escapa indemne.
El sábado 11 de mayo de 2005, por la noche, tras las alternativas de una larga dolencia, Oscar Messina dejó de existir en Chascomús. Era casado, tuvo tres hijos (dos mujeres y un varón). Tenía 75 años.