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CUENTOS VERDES: ENTRE LA FICCIÓN Y LA REALIDAD, RELATOS DE LA MITOLOGÍA SARMIENTISTA

Exilio sin olvido

Apenas unas horas antes Arrieta, gigante de bronce caía violentamente contra el asfalto de una avenida, como no tenía otra Junín. Había sido gestionada, junto a otras tantas cosas, por el Arrieta hombre, el Arrieta intendente. 
El júbilo de algunos se expresaba abiertamente, la tristeza se refugiaba en los hogares humildes. Ese 16 de septiembre de 1955 un golpe de facto ponía fin a un gobierno democrático en la Argentina, igual que en 1930 con don Hipólito Yrigoyen. 
- “¡Están viniendo los aviones de la Fuerza Aérea! ¡Van a bombardear el Estadio!
- ¿Qué decis? ¿Estás loco vos?
- ¡No! ¡Es verdad! Lo dijo radio Colonia recién.
Y no hicieron falta más explicaciones. Todos, en esa pequeña ciudad del noroeste bonaerense, supieron que el enemigo de los usurpadores de la República, en este lugar, era tan sólo un nombre.
Extraño intringulis en un pueblo particular, con sus sembradíos, sus vacas, sus talleres ferroviarios y sus comercios, donde el amor por una divisa deportiva se imponía por encima de otras pasiones.
Como un raro galimatías, en ese punto de la pampa húmeda algo los hacía converger, acordar, estar juntos, gritar las mismas consignas y abrazarse fuerte por un gol: el amor por los colores de Sarmiento.
La media noche trajo un manto de silencio. 
El loco Catalino, dicen, se jactaba en un boliche del suburbio de ser quien rodeo el cuello de bronce con la gruesa cadena que tirada por un tractor derribó la escultura. 
O tal vez reflexionaba solo en una mesa su innoble acción percibiendo el desprecio de los que lo aplaudieron, aunque no eran como él y el repudio de los que, si eran como él, por desclasado y servil. 
Dicen, no sé, que algunas veces entre los vapores del alcohol lloraba amargamente arrepentido ese equívoco que opacó en parte su historia de loco pintoresco.
Ahora había que salvar el Estadio. Y todos sabían que había una sola forma, arrancar el nombre en cuestión. 
Había que actuar rápido. Los aviones llegarían en cualquier momento y todos tenían fresca aún en su memoria las imágenes de junio, apenas tres meses antes, cuando esas mismas máquinas bombardearon la Plaza de Mayo dejando escombros y muertos.
Sabían que debían hacer. Pero cómo, con cuáles herramientas, dónde encontrarlas, cómo transportarlas con discreción. 
Utilizar vehículos era arriesgado. Había que buscar otra forma que permitiera sortear los retenes y piquetes militares. 
Ferroviarios al fin, muchos de ellos, enseguida encontraron la solución.
Empujado por cuatro o cinco sombras el gris carretón de madera para transportar encomiendas, acostumbrado a cortos recorridos en el andén, surcaba ahora desconocidas geografías para él.
El traqueteo de ferrosas ruedas sobre el adoquinado de calle Newbery y el entrechocar de las masas y picos quebrantaban el silencio de la madrugada.
Enseguida doblaron por Primera Junta. 
Desde lo alto de la garita el guardabarrera entendió que pasaba.
Calzó su gorra y se acomodó el saco. De un mueble sacó la bandera verde y bajó presuroso. Sin decir palabra se puso al frente del grupo. Levantó bien alto la bandera, y fue entonces orgulloso abanderado del insólito cortejo.
En la esquina de Gandini se agregó otro grupo y al llegar tras el portón que estaba entreabierto había cuatro o cinco más, algunos en bicicleta. 
El objetivo era el mismo bajar las letras que conformaban el nombre para evitar el anunciado bombardeo. Los motivos eran distintos. Unos por sarmientistas, nomás. Otros por sarmientistas y peronistas.
Un grupo encaró hacia la parte de atrás de la popular. Subieron por una de las metálicas torres de calle Paso y de allí pasaron al paredón, sobre el cual se erguían las ocho letras con el nombre de “esa mujer”.
Los otros se dirigieron a la platea para realizar igual tarea. 
Había poco tiempo y mucho miedo.
Una vez afirmado, lo mejor que pudo, en el paredón, el Pocho Diprimio largó el primer mazazo. La “E” resistió el primer golpe y el Pocho sintió el rebote. El segundo abrió algunas grietas y el tercero hizo estallar el concreto. Caían los escombros dejando los hierros desnudos. Después con la ayuda de De Carlo cayó la “V” y la “A”. Igual suerte corrió la “N”, la “O” y la “R” bajo la masa del Coco Basso y el guardabareras, en el otro extremo. Enseguida mientras bajaban agotados por tanto esfuerzo, los otros muchachos se encargaron de la “P” y la “E”.
En frente, desde el techo de la platea, los mismos golpes, los mismos ecos, las mismas letras, y tal vez la misma tristeza.
Al bajar se sorprendieron. Las ocho letras blancas resaltaban acostadas sobre la tierra marrón de la calle. Lastimadas, pero obstinadas se desplegaban repitiendo el mismo nombre, el mismo apellido.
A medida que caían los pedazos Pepe Lungo y dos muchachas las habían juntado y acomodado sobre la calle, con el cuidado extremo de quien atiende un ser muy querido. 
Caídas, heridas, casi, casi estaban completas. Se resistían.
-Y ahora, ¿qué hacemos?, dijo el Coco.
-Rajemos, dijo uno que un poco más lejos observaba todo. 
-De ninguna manera - dijo una de las jóvenes- hay que guardarlas.
-Enterrémoslas acá, dijo otro.
- Mejor dentro de la cancha, dijo Pepe Lungo.
Seguramente nunca se sepa dónde están. Tan siquiera si es cierto que fueron enterradas.
Aunque alguien contó una vez en la sección Tornería de Los Talleres que cargaron con cuidado algunos pedazos de letras en el carro y otros los llevaron en sus brazos las mujeres, los muchachos y el que miraba de lejos. Hicieron ese corto trecho por Paso, doblaron por Gandini y entraron al estadio por el portón grande. Enseguida a la cancha por la puertita del costado.
En la pista olímpica, frente a la tribuna popular y a la misma altura en que estaban comenzaron a cavar. 
Con cierta afectación el guardabarreras recitaba “volverán las oscuras golondrinas...”, de Beckert.
Una vez terminada la fosa, las chicas y los muchachos acomodaron en su fondo los trozos de cemento. 
Después las paladas de tierra cayeron sobre ese nombre que germinaría en bandera.
A modo de póstumo homenaje el guardabarreras levantó el verdolaga estandarte y dio una vuelta alrededor de la tierra recién aplastada. 
Después emprendieron la vuelta cada uno ensimismado en sus propios pensamientos.
Poco antes de cruzar el portón de calle Gandini un hombre a pie escoltado por otros dos en bicicleta los pasaron raudamente. Algunos creyeron ver que el que iba corriendo acunaba fuerte contra su pecho el busto blanco de Eva.
Enseguida, casi con una sensación de alivio, se dispersaron en silencio.
En pocos minutos más la sirena de los Talleres llamaría a una nueva jornada de trabajo.

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