Cuando Gustavo Alfaro describe su paso por Boca con la salomónica observación de que no tuvo “ni grandes virtudes ni grandes errores” se le pasa por alto que la propia dimensión del club cuyo plantel dirigió exigía un plus que al cabo no aportó.
En abstracto, o en general, puesta la vara a salvo del tamiz de las circunstancias y de la sensación térmica que inspiró su llegada al club de la Ribera, el balance del ciclo de Alfaro bien puede considerarse positivo.
Se hizo muy fuerte en "la Bombonera", ganó una Supercopa Argentina y casi el 65 por ciento de los puntos disputados, llegó a la semifinal de la Copa Libertadores y en la Superliga marcha a un punto de Argentinos Juniors.
“Estoy tranquilo”, refiere Alfaro, sin que haya motivos para sospechar que no dé cuenta de sentimientos genuinos.
Claro que su estar sereno y la propia lectura de su trabajo van por un carril distinto del de los hechos en sí y de una evaluación de una naturaleza capaz de contemplar otros elementos y otras perspectivas.
En ese contexto sería acaso demasiado severo emplear la palabra “fracaso” en su extendida acepción tremendista.
Pero en realidad si por fracaso se entiende como primeros indicadores un resultado adverso y un suceso lastimoso lo de Alfaro en Boca estuvo mucho más cerca de representar un fracaso que un éxito.
Pensemos a quien sustituyó Alfaro y cuál es el rango que se le reconoce al sustituido por Alfaro.
Guillermo Barros Schelotto, el Mellizo, cuya conducción del equipo de doble coronación en el campeonato argentino fue insuficiente para cosechar miradas indulgentes hacia dos falencias visibles y de peso: las dificultades para dotar de un salto de calidad a un plantel de presupuesto astronómico y el cinco para el peso a la hora de imponerse en una competencia internacional.
Alfaro, entonces, no fue contratado para meramente “estar arriba”: fue contratado para administrar un plantel, el de Boca, muy caro, presuntamente rico en futbolistas de calidad y necesitado de ir un par de peldaños más allá de lo que había alcanzado Barros Schelotto.
En algún momento pareció que sí, allá por los octavos y cuartos de final de la Copa Libertadores: se perfilaba Boca como una formación ordenada, seria, comprometida, rocosa, dúctil, camino a ser buena entre las buenas.
Pero no, pareció nomás.
Careció Boca de los detalles de terminación que distinguen a los equipos francamente buenos y mejores aún en los momentos de plata o nada: de la mano de un buen entrenador como Alfaro –de lo cual el autor de estas líneas no duda-, Boca ganó una final a Rosario Central, pero por penales, perdió una final con Tigre, en la Copa Argentina fue incapaz de eliminar a Almagro y pese a ganar el desquite en la Bombonera tampoco llegó a ser superior a River en el acumulado de los partidos más importantes de la temporada.
De manera que, aceptadas unas cuentas finales igual a salvo del Paraíso que del Infierno, no se cometerá herejía alguna si se deduce que al decidir su contratación Boca le ha dado lustre al palmarés de Alfaro, pero en cambio Alfaro no ha sabido o podido añadir lustre a la historia de Boca.
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