Una fiesta de fútbol que hacía mucho no veíamos. ¿Qué otra cosa, sino, fueron las semifinales de la Champions? Quedan decenas de imágenes. El -ya lejanísimo- formidable tiro libre de Leo Messi en el 3-0 del Camp Nou. Los quites imperiales y el juego asociado y bello del gran Ajax. La emoción de Mauricio Pochettino como hacedor del milagro de Tottenham. El poker europeo inglés en tiempos de Brexit (sumando a Chelsea y Arsenal finalistas de Liga de Europa). Y la imprevisibilidad hasta el último segundo. Ese viejo dicho de que “los partidos solo terminan cuando acaban”. Mencionamos la técnica y la estética. Y también la billetera de la Premier League. Pero fueron semifinales ganadas ante todo con el corazón. Si hablamos de fútbol es corazón colectivo. Y si sumamos al hincha la fiesta se hace completa. Porque fueron los propios ingleses los que hace más de un siglo bautizaron al fútbol como el “people’s game” (el juego de la gente). Mi imagen favorita, entonces, es la conexión de Liverpool con su gente.
“Milagro en Anfield” es un título vendedor, claro. Tan vendedor como los títulos que una semana decían “Messi Dios” y, siete días después, cambiaron a “Messi dictador”. Pero no fue un milagro lo que sucedió en la semifinal ganada por Liverpool. En un estadio donde miles de hinchas todavía parecen seguir cantando “Nunca caminarás solo”. Escena inolvidable. “Nunca caminarás solo”, canción de 1945 de Gerry y los Pacemakers, es el himno mítico en The Kop, cabecera sagrada de Anfield, nombre de una batalla de 1900 en la guerra sudafricana de los Boers. Pero tampoco podríamos definir como “batalla” lo que sucedió ese martes. El carismático DT de Liverpool, Jurgen Klopp, alemán que reflota la tradición de fuerza del fútbol inglés, sintetizó mejor que nadie cuando le preguntaron cómo pudo cambiar todo en apenas una semana, revertir el 0-3 del Camp Nou por un 4-0 en Anfield: “fútbol señores, esto es fútbol”.
Disculpas por la referencia personal, pero debo contarlo para decir por qué digo que lo de Anfield no fue “milagro” ni “batalla”. Retrocedo al último sábado. Escribía justamente la columna del último domingo para El Día y miraba en la tele a Liverpool. Penúltima fecha de la Premier League. El equipo de Klopp estaba obligado a ganar en campo de Newcastle para mantener su puja cabeza a cabeza con el Manchester City de Pep Guardiola. Ganaba bien 2-1, pero Newcastle empató en una jugada aislada. Quedaban apenas cinco minutos. El sueño de la Premier (que se define hoy) parecía derrumbarse. Tiro libre desde la derecha. La tele muestra al defensor Virgil Van Dyjk. El zaguero holandés fue elegido por los propios jugadores como el mejor futbolista de la Premier. Es el defensor más caro del mundo, 84 millones de euros. En la tele, Van Dyjk aparece lúcido aún en medio de la desesperación por la victoria. Frena a Trent Alexander-Arnold, derecho que iba a ejecutar el tiro libre. Ordena que tire Xherdan Shaqiri, zurdo. La pelota cae entonces llovidita casi dentro del área chica. Cabezazo leve de Dvorok Origi. 3-2 y victoria.
Lo cuento con detalle porque me impresionó ver tanta lucidez, tanta frialdad, en un momento tan caliente, tan desesperante (minutos antes Liverpool había perdido además a su mejor jugador, Mohamed Salah, lesión grave, que lo dejaría también afuera de la semifinal contra Barcelona). La jugada de aquel sábado ante Newcastle implicó a los tres mismos jugadores del corner insólito que definió el 4-0 contra Barsa del martes siguiente. Solo que al revés. El que caminaba para tirar el corner era esta vez Shaqiri. Zurdo desde la derecha. El lúcido fue Alexander-Arnold. Y el del gol fue otra vez Origi. Fue un gol de potrero. De solteros contra casados. Inexplicable en semifinal de Champions. En Barcelona. En jugadores que ganan millones. Pero confirmación del factor humano que siempre juega. Para potenciar todos los sentidos si prevalece el deseo de victoria. Para paralizarlos si domina en cambio el miedo a perderlo todo.
Los hinchas de Liverpool son los mismos que homenajean a Bill Shankly, DT mítico que solía subir al Kop antes del partido. El mismo que, una tarde, le dijo a los jugadores que fueran a la ducha, que él tiraría las camisetas a la cancha y eso bastaría para ganar. Que otra vez frenó a un policía que estaba quitándole la bufanda de Liverpool a un hincha. “Esa es nuestra fuerza para vivir”. O que otra tarde ordenó a un jugador que dejara de vendarse la rodilla. Y que, además, esa no era su rodilla. Porque esa rodilla le pertenecía a Liverpool. Y que “presión”, le decía Shankly a sus jugadores, era estar “desocupado”. Porque jugar la Copa de Europa era una “recompensa”. Es el DT que tiene estatua en Anfield y cuya placa dice “Hizo feliz a la gente”. A la misma gente que acusó siempre en sus cantos a Margaret Thatcher por haber encubierto la responsabilidad de la policía en el desastre de 1989 de Hillsborough que costó la vida a 96 hinchas de Liverpool. A la gente que, en tiempos de Premier League millonaria, le recuerda a los nuevos patrones del club, magnates de Estados Unidos, que los hinchas están allí desde mucho antes. Y que allí seguirán estando cuando ellos se vayan.
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