Era el 22 de diciembre de 1976 y hacía un calor insoportable. Lo habíamos hablado unos días antes, cuando se pusieron en venta las entradas y volaron, como siempre. El Pepi había hecho el intento de comprarlas en La Boca. Imposible. Y la búsqueda terminó como siempre, con gases y palos policiales, caballos y perros contra los hinchas que pretendían una entrada.
A las 10 de la mañana de ese día lo decidimos: nos vamos para Avellaneda, sin un mango para comprar en la reventa pero con toda la decisión de entrar. Llegamos como a las dos de la tarde, porque en esa época (y supongo que ahora también) para viajar desde San Miguel en bondi, tren, subte y hasta en carreta hasta Avellaneda, era como viajar a Mar del Plata, más o menos. Pedrito, el Canario, Pepi y un servidor, rumbo a la primera y única final entre Boca y River en el fútbol profesional.
El verdadero valor del partido a jugarse hoy en Mendoza es que se trata de un Superclásico (aquel título que impuso el diario Crónica a principios de los '70), y con eso alcanza y sobra. Boca y River, los dos gigantes del fútbol argentino, lo garantizan sin necesidad de invento alguno.
El Cilindro de Avellaneda primero aparecía lejos cuando bajamos del tren. Llegamos casi hasta el estadio de Racing y a Pedrito se le ocurrió comprar un chori. Fueron dos para repartir entre cuatro. Y la mejor inversión de nuestras vidas futboleras: uno de los pibes del puesto nos sacó de la zona caliente y nos llevó (dando la vuelta al mundo) a una de las puertas de una de las cabeceras, las populares del anillo superior, que aún estaban cerradas. "Cuando las abran, se meten de prepo, como van a hacer casi todos", dijo el pibe y nos dejó por ahí. A eso de las cinco de la tarde, minga de esperar que abran: las cortinas metálicas volaron por el aire y ahí subimos, esquivando algún que otro palazo de la cana. Ver el césped desde arriba y sentir una leve brisa sobre la cara y el cuerpo ya era un premio. Nuestro premio: no teníamos otra opción que colarnos, y lo habíamos logrado.
Al rato, el escaso medio metro cuadrado de tu lugar se defendía con la fuerza. Minga de 71.000 entradas (69.000 vendidas y 2.000 de protocolo, según la AFA). Ahí había más de 100.000, y temblaba en serio ese cemento. Todo lo que pasó esa noche está en los archivos de los diarios (curiosamente, no se conservó ninguna copia de la TV, ni siquiera el gol épico y en blanco y negro del Chapa Suñé), el 1-0 para Boca, la vuelta olímpica, la gloria del bicampeonato de ese año para el equipo del Toto Lorenzo. Y en las retinas, las actuaciones memorables del Loco Gatti, de Jota Jota López en la otra vereda, de Mouzo, de Ribolzi y de Suñé.
Cuando salimos del estadio, vuelta a juntar las monedas de pibes estudiantes y jóvenes laburantes de barrio. El Pepi ya era ferroviario y de Retiro se fue hasta los talleres de Saldías, su lugar de laburo. Pedrito podría haber sido mi compañero del secundario, pero era albañil desde sus 14. Canario laburaba en un taller metalúrgico de Caseros y terminaba el secundario a la noche. A mis 18, yo entregaba pedidos de un taller de mi barrio e ingresaría a estudiar periodismo a los pocos meses. Nos dio para comer una democrática pizza entre los cuatro, una sola cerveza bien fría (de tres cuartos, no existían entonces las de litro en las pizzerías) y dos gaseosas en un mostrador de Constitución. Y caminando a festejar un rato a La Boca.
Llegué a San Miguel cuando amanecía, con una felicidad de esas que después cotizan para siempre. Esa fue una final. Y mi recuerdo la defiende. No quiere mancillarla con esto que no será una final ni hará historia, porque es apenas un contrato (enorme) de TV, una venta de las sanguijuelas del fútbol empresario, un invento de los canales deportivos de cable y de publicaciones interesadas.
Y números al canto: esta presunta final la juegan un equipo (River) que ganó 5 partidos en la Copa Argentina (a un equipo de la D, otro de la B Metro, otro de la B Nacional y dos de Primera División), mientras que Boca ganó un campeonato de Primera División de 30 fechas (18 triunfos, 9 empates, 3 derrotas). No hay equivalencias entre un torneo y otro, por eso no es una final. Y es un título inexistente, lo gane quien lo gane.
Final entre Boca y River por un título hubo una sola, porque la jugaron los dos equipos que sumaron en sus zonas en ese Campeonato Nacional de 1976, y después ganaron cuartos y semifinales hasta toparse -como en los viejos cuentos de tauras- en Avellaneda. Y la ganó el Xeneize.
Cuando todavía no estaba de moda ir a la cancha con camisetas de tu equipo (¿o el marketing no lo había infectado todo?), nos despedimos al bajar del tren, sin saber que habíamos visto y festejado un triunfo histórico. Y que ninguna oferta del monstruo televisivo que come fútbol e ilusiones por igual podrá cambiar por un partido de ocasión.
El verdadero valor del partido a jugarse hoy en Mendoza es que se trata de un Superclásico (aquel título que impuso el diario Crónica a principios de los '70), y con eso alcanza y sobra. Boca y River, los dos gigantes del fútbol argentino, lo garantizan sin necesidad de invento alguno.
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