OPINION

Las sillas que ahora nadie ocupa

La muerte de Sandra Colo es como un “déjá vu” (sentir que se ha experimentado previamente una situación nueva), en el cual ayer y hoy, se confunden. Son una cruda y dolorosa realidad. Tan inexplicable como indiscutible.
Hace doce años, en rigor, la madrugada del 16 de enero de 2000, en el corazón de nuestra ciudad, mientras una larga fila de vehículos, cuyos ocupantes habían terminado de cenar, se preparaban para salir a dar unas vueltas, paralelamente, otra realidad más cruda y brutal iba a difundirse como reguero de pólvora.
El cuerpo de una joven, de sólo 23 años, era encontrado -por su hermano y un empleado de la firma aseguradora Unión Berckley, después de intensas horas de búsqueda.  
Era Claudia Colo.
La joven había sido salvajemente asesinada. Un golpe certero en la cabeza y un cable alrededor de su cuello, habían sellado su trágica suerte.
El asesino la había introducido en una bolsa negra de consorcio y dejado a la entrada de la cocina del local que ocupaba la compañía de seguros.
Hasta esa hora, la familia Colo era una más de las miles de familias juninenses.
Juan y Mary eran los padres de cuatro hijos -un varón y tres mujeres-. Una vida de trabajo, estudio para la prole, reuniones familiares y seis sillas alrededor de la mesa.
Uno de los hijos, ya casado, sumaba un nieto de apenas dos años.
Nada hacía suponer que el destino les terminaba de plantar -por entonces- el peor momento de sus vidas.
Al intenso y profundo dolor por la pérdida de una hija, una hermana, una tía, se sumaba el largo camino de pedir por Justicia.
Pasaron los años, el juicio, la condena al homicida…
Tampoco terminaría allí la historia ya que luego vendrían las horas, los meses, los años de estar atentos a que el condenado a prisión perpetua pague a la familia Colo y a la sociedad por haber truncado una vida.
Y vale la pena, en este punto, recordar que una vida es mucho más que cuatro letras.
Una vida encierra el llanto de un bebé, los primeros pasos, la escuela, las noches de fiebre, los cumpleaños, los amigos, las primeras desilusiones, el trabajo, el formar una familia propia, tener hijos. Y más, mucho más.
Más que eso es lo que Claudia no pudo vivir.
Y cuando ya la silla que había dejado vacía Claudia en la mesa familiar se transformaba en una dolorosa costumbre, un 16 también, pero del mes de agosto, doce años después, sorprendía ese “déjá vu” en el que el pasado y el presente se confunden.
Y otra vez el dolor… Ese inexplicable dolor que nos lleva a preguntarnos cómo hacer para soportarlo.
Sandra, como todos los días -al igual que Claudia doce años atrás- había salido temprano a trabajar, en su moto Dax gris plata.
Al mediodía, como en aquel enero, cuando la mesa estaba servida esperando completar a la familia para compartir el clásico almuerzo, el no arribo de Sandra encendió las luces de alarma en su padre y en su familia, cada vez con más fuerza.
Las llamadas telefónicas de Juan buscando a su hija no tenían respuesta.
Entonces, decidido, llamó al propietario de “Abracadabra”, le pidió la llave del local y se dirigió raudamente al lugar.
La moto de Sandra estacionada en la puerta del comercio no era una buena señal.
Algo podría haber estado pasando.
Uno no quiere ni siquiera pensar cuántas imágenes, cuántas cosas pueden haber pasado en esos segundos por la cabeza de Juan, ni qué tan interminables fueron los segundos hasta que se pudo abrir la puerta del pelotero.
Y otra vez… otra vez… el horror.
En el acceso a la cocina – como entonces – un cuerpo yacía boca abajo.  Esta vez, era el de Sandra.
Y nada volvió a tener explicación. Al igual que Claudia, Sandra había recibido un golpe en la cabeza. Tenía una soga alrededor de su cuello. Y su cuerpo yacía sin vida, junto a la cocina del pelotero.
Al rostro desencajado de dolor de Juan, a la postura vencida de Mary y la desesperación de Soledad -su hermana- se sumaba la del rostro de todos aquellos que a medida que se iban enterando, se acercaban al local de Alem 388.
Imposible describir el abrazo interminable, profundo, tan doloroso que relatarlo lastima, cuando poco más que corriendo llegó Marcelo, el hermano de Claudia, el hermano de Sandra.  
Y la noticia corría como reguero de pólvora. Igual que doce años atrás pero con un agregado: más dolor… siempre el dolor… que se hace cada vez más profundo.
Y la voz de la calle que no logra aún hoy, a diez días de la muerte de la mayor de los hermanos Colo, comprender lo inexplicable. Con decisión, sale a la calle en ese abrazo simbólico que todos y cada uno de los juninenses quisiera darles personalmente a Juan, Mary, Soledad y Marcelo.
O mejor dicho, no todos y cada uno de los juninenses. Hay al menos dos que no lo creen así.
Uno se encuentra purgando una condena, a cientos de kilómetros de distancia, por haber sido el responsable de haber puesto fin a la vida de una joven que en 2000 llevaba a cuestas una valija de sueños.
Y otro u otros que se mantienen en las sombras, intentando pasar desapercibidos y esperando eludir a la Justicia. Intentando tapar lo que Junín no debe permitir. Ese o esos son los que pusieron fin a la vida de Sandra.
Es fundamental que se haga Justicia. Y eso está en manos de los hombres.
Y mientras los funcionarios investigan, los medios de comunicación buscan, difunden, en avenida Primera Junta hay una familia que -como decía Evaristo Carriego- vuelve a tener que mirar una silla vacía. O mejor dicho, dos sillas que  ahora nadie ocupa.

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