Leila Guerriero quería ser escritora. No periodista, escritora. Por eso escribía. Leía y escribía. Por eso mandaba cuentos a concursos. Escritora de ficción.
Sin tener en claro cómo era el camino que debía tomar para llegar a ese destino, un día se presentó en el diario Página/12 llevando un cuento suyo, para que evaluaran si podía ser publicado en el suplemento Verano/12. Pero no pasó de la recepción del periódico: allí le dijeron que el suplemento ya estaba cerrado. No obstante, la misma persona también le sugirió dejarlo en un sobre a nombre del director del diario, Jorge Lanata. Así lo hizo. A los pocos días el texto apareció en la contratapa, un espacio reservado para firmas de la talla de Osvaldo Soriano, Rodrigo Fresan, Alan Pauls o Juan Forn.
Ese mismo día Guerriero logró comunicarse por teléfono con Lanata. “¿Qué hacés? ¿De dónde saliste?”, le preguntó el director de Página, que también le confesó que era la primera vez que publicaba algo de alguien a quien no conocía. Mantuvieron una reunión, siguieron en contacto y a los seis meses él le ofreció trabajo como redactora en Página/30, una de las revistas más prestigiosas de aquel momento. “Yo no soy periodista”, alcanzó a decir Leila. Lanata respondió, inapelable: “Sí, sos, pero no te diste cuenta”.
Junín
Los años de Leila en Junín, aquellos de su niñez y adolescencia, están marcados por recuerdos potentes.
Como el de su padre llevándola al cine desde que tenía cinco o seis años a ver westerns u otras películas que no eran para chicos, siempre subtituladas y, como ella no entendía, él le narraba en susurros lo que iba sucediendo.
O la casa “enorme” que estaba “cerca de la confitería 9 de Julio”, que vendía revistas y libros usados. Entrar allí le provocaba emociones similares a las que sentía cuando iba al Parque Rivadavia o las librerías en Capital, en aquellos viajes familiares. “Era como tener una sucursal de Buenos Aires ahí”, evoca con entusiasmo.
O la Biblioteca Popular Paz y Trabajo, donde su padre se pasaba horas hablando con “un señor que atendía que era un viejo socialista”, mientras ella aprovechaba para zambullirse en antiguas colecciones de libros para niños ilustrados.
O las tardes de verano en las que andaba en bicicleta con sus amigos hasta las diez de la noche.
O el escritorio de su cuarto: el lugar para escribir. “En mi casa había un respeto fuerte por esa instancia de escritura. No se me interrumpía, había un estímulo y no les parecía una cosa menor”, explica.
Sin embargo, todos esos recuerdos están, de alguna manera, oscurecidos por un telón de fondo enrarecido. “Me cuesta asociar la palabra disfrute a mis años en Junín porque hice gran parte del primario y el secundario en dictadura y era algo que se sentía mucho –señala–, salvo cuando hago pie en recuerdos muy concretos, tengo la sensación de que era todo como gris: de un largo invierno”.
Buenos Aires
Guerriero siempre quiso ir a estudiar a Buenos Aires. “Yo soy muy de ciudad grande, cuando veníamos con mi viejo acá, me sentía cómoda, era un lugar donde quería estar”, comenta.
Estudió Turismo, una carrera que eligió “por el gusto por los viajes”, pero que también le atrajo por la diversidad de sus materias.
Cuando se recibió volvió por unos meses a Junín, hasta que en 1992 consiguió aquel empleo en Página/30. Antes de entrar a la redacción, a modo de consejo, Lanata le indicó: “Andá ahí y defendete como puedas; las puertas que no se abran, bajalas a patadas”.
Estaba empezando un camino. “Creo que Lanata me ungió. Y me dio confianza –rememora Leila–. Yo quería ser escritora y estaba cerrada en la idea de que quería escribir ficción. El periodismo apareció. De pronto me di cuenta de que era periodista, que no era una escritora de ficción, y que esto era lo que yo quería hacer: contar historias reales”.
El mundo
A partir de allí, su recorrido excedió los límites de nuestro país. Publicó en La Nación y Rolling Stone de Argentina, pero también en El País, de España; Gatopardo, de México; Piauí, de Brasil; El Mercurio, de Chile; Arcadia, de Colombia, y otros medios italianos, alemanes, peruanos o ucranianos.
Especializada en periodismo narrativo, sus crónicas son una invitación a sumergirse en las profundidades de historias que reflejan los costados más variados de la condición humana.
Y así como en sus perfiles es capaz de plasmar una mirada única sobre personas y personajes, sus columnas pueden tener el filo de un bisturí.
Recibió el premio de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano por su texto “El rastro en los huesos”, donde aborda el trabajo del Equipo Argentino de Antropología Forense. También se le otorgó el Diploma al Mérito en la categoría Crónicas y Testimonios otorgado por la Fundación Konex y el Premio de Periodismo Manuel Vázquez Montalbán, entre otros galardones.
Algunos de sus libros son “Los suicidas del fin del mundo”, “Plano americano”, “Una historia sencilla”, “Zona de obras”, y “Opus Gelber. Retrato de un pianista”, y más.
El periodismo
Guerriero desarrolla, de una manera muy propia, el periodismo narrativo. Es una referente en ese rubro que le exige “ir un poco en contra de la noticia, llegar tarde, más lento, e ir más a fondo”. Una variante del oficio que requiere de un uso particular de las formas del lenguaje, algo distinto al que emplean quienes están detrás de la primicia o de la coyuntura. “Un periodista que ejerce lo que llamamos periodismo narrativo o literario o crónica tiene que ser una persona llena de recursos narrativos, es muy difícil hacer un texto largo sin manejar herramientas de tensión narrativa, de descripciones y demás”. Una especialidad de la profesión muy distinta al último momento. “Ni mejor ni peor”, aclara.
¿Cuál es, entones, su estilo? “Uno busca siempre una voz propia”, responde. Y luego profundiza: “Si alguien mirara de afuera lo que uno ha ido haciendo con los años, encontraría un hilo. Me imagino que hay ahí algunos núcleos de intereses diversos. Y hay una búsqueda estética también, mi apuesta es que contar no sea hacerlo de cualquier manera, que no se reduzca a un acto de comunicar, que la información llegue de otra manera, que no sea anodina, que deje un rastro en la memoria de una persona”.
En esas narraciones, no tanto en los perfiles pero sí en sus columnas y también –más velado– en sus crónicas, aparece Junín y las huellas que la ciudad le fue dejando. “La memoria es como un vergel muy lisérgico, cuando voy a Junín me resulta muy evocativo, por momentos melancólico, es como un clima de fondo en muchas de las columnas”.
Lo mismo que en sus libros que cuentan historias de pueblos del interior –“Los suicidas del fin del mundo” y “Una historia sencilla”, por ejemplo– en los que cree haber podido aportar una mirada más empática y cercana sobre cada ciudad y sus protagonistas: “El bagaje que me da el haber nacido en un lugar así y, después, haberme mudado a una ciudad grande, tener esas dos experiencias, creo que a la hora de hacer el reporteo, de entender los usos, los saberes y las costumbres de los habitantes del interior, a mí me aporta mucho. La relación con la tierra o la que tenemos en Junín con la caza y con la pesca nunca es la misma que la que tiene alguien que nació y se crio en Buenos Aires. Me parece que ese es un plus, es una mirada enriquecida. Eso me ha dejado marcas y me gusta que me las haya dejado”.
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