Se define como “un clásico” aquello que todos conocen, al menos, en un determinado medio o contexto. Algo que, por su importancia o trascendencia, pasa a formar parte de la historia o la tradición de un lugar. Este es un axioma que puede aplicarse, sin dudas, a la confitería Richmond’s, y más específicamente a su producto estrella: el sándwich.
En efecto, durante más de 47 años, “Coca” y “Chito” Lerda han sabido sostener el negocio gastronómico y adaptarlo a los tiempos en diferentes etapas, sin resignar su sello distintivo y, mucho menos, su calidad, lo que los convirtió, con el tiempo, en un verdadero clásico de la ciudad.
La apertura
Ya el padre de Juan Daniel “Chito” Lerda estaba ligado a la gastronomía. Mientras vivió en Baigorrita, estuvo a cargo de la confitería y el cine del pueblo. Ya en Junín tuvo, entre otros negocios, el local Playa Sol de la Laguna, la cantina del Círculo Italiano, hasta que abrió Richmond, un bar y restaurante que, con el tiempo, se transformó en una rotisería.
Chito ya trabajaba con él cuando empezó a vender cortadoras de fiambre Berkel. “Cuando íbamos a la empresa en Buenos Aires –recuerda–, siempre me cruzaba a la sandwichería La Moneda, y me di cuenta de que no había nada igual en Junín”.
Ya pasaron cuatro generaciones por este lugar. “Coca” y “Chito” Lerda Gastronómicos.
Pudimos sostenernos porque le pusimos muchas horas de trabajo. “Coca” y “Chito” Lerda Gastronómicos.
Entonces, ya casado con Ángela “Coca” Medinas, una cordobesa que a sus diez años se había venido con su familia a Junín, decidieron emprender su propio negocio. Así nació Richmond’s, que abrió como sandwichería y heladería el 18 de octubre de 1971, en el mismo lugar que todavía hoy ocupa.
Un largo camino
El hecho de incluir rubros tan distintos como la heladería, la cafetería y la sandwichería requirió de un gran esfuerzo. “Trabajamos mucho, arrancábamos a las seis de la mañana y terminábamos a la noche, tarde, y teníamos nuestros dos primeros hijos que eran chicos”, recuerda Coca.
Estaban enfrente de la empresa telefónica que, por entonces, tenía un gran movimiento.
Los sándwiches también tienen su historia. “Acá no había fugazzas –cuenta Chito– a mí me dio la receta Canullán, que había sido socio de mi papá y tenía panadería en Buenos Aires, y yo se la pasé a don Juan Luciá, de la panadería La Exposición”.
Así arrancaron con los lomitos. Y las hamburguesas, que siempre hicieron ellos con la carne que no usaban del lomo: el cordón, la cabeza, la punta y otras partes que se le sacan al limpiarlo.
De a poco fueron sumando variedades. Apareció el Súper Carlitos para lo que traían el pan de miga de Buenos Aires. Después incorporaron el Súper Popeye y el Súper Carlitos, que eran un poco más grandes. Más adelante el Carloncho, el Llorón, con cebolla rehogada, y el Concorde, cuyo nombre surgió cuando le dijeron que tenía forma de avión.
“También teníamos la Riojana, que era una hamburguesa con morrón, cebolla y demás. Y en la época de las elecciones de 1989, como estaba Carlos Menem que competía con Eduardo Angeloz, alguien nos dijo ‘¿cómo, hay riojana y no hay cordobesa?’, y le pusimos ese nombre a una que hacíamos con queso, panceta y cebolla”, evoca Chito.
Más opciones
A partir de los cambios en los gustos gastronómicos comenzaron a ofrecer otras alternativas. Así fue cómo surgieron las ensaladas, luego los platos del día, y también los ya típicos chopps.
Coca destaca los panquecones que prepara Chito los sábados, que puede incluir jamón crudo y cocido, tomate, lechuga, morrones, palmitos. “Es una bomba, pero algunos se los comen enteros”, comenta sonriente.
Según dicen, fue “el gusto y los pedidos de la gente” lo que los llevó a tener más variedad.
Un capítulo aparte merecen los clásicos postres que prepara Coca. La mousse de chocolate suele ser lo más pedido, aunque también tiene mucha aceptación el postre Tía Chola, cuya denominación hace referencia a una tía de Chito, de Baigorrita, que los invitaba a comer cuando eran novios y siempre les daba ese postre.
Balance
En casi cinco décadas, el comercio pasó por diferentes etapas. Llegaron a tener catorce empleados pero también hubo momentos difíciles, como el Rodrigazo y el 2001.
Con todo, es indudable que en todo este tiempo han podido imponer su sello. “Hay gente que pasa y se acuerda que venía de chico, que traían a los nenes. Recuerdan los decorados, los bancos altos, los boxes. Ya pasaron cuatro generaciones por acá”, explica Coca.
Chito ya se jubiló y no atiende el negocio. Ahora se dedica a hacer las compras y al mantenimiento de las máquinas y herramientas. Cuando es necesario, alguno de sus cinco hijos le ayudan porque ésta sigue siendo una empresa familiar.
“Pudimos sostenernos porque estuvimos todo el tiempo, le pusimos muchas horas de trabajo”, asevera Chito.
El más grande de sus hijos, que escucha a su padre, agrega: “Hay que destacar la coherencia comercial. Incluso en momentos como este, se defiende el producto. Cuando ya te conocen por eso, después no podés bajar la calidad”.
“Es difícil. Hay negocios que son como las perdices, de vuelo corto, la clave está en perdurar”, concluye Chito.
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