Su nombre prestigia a la política y prestigia a la historia del radicalismo. Fue un hombre valiente, austero y lúcido. En su personalidad estaban presentes el coraje cívico de Alem, la pasión política de Yrigoyen y la honradez de Elpidio González.
Fue radical a tiempo completo. Más parecido a un predicador que a un político. Recorría los pueblos de la provincia de Buenos Aires viajando en autos viejos que más de una vez hacían las veces de dormitorio o trepado a trenes y colectivos que lo trasladaban de un caserío a otro, de un comité a una plaza, de una estación a una improvisada tribuna levantada en cualquier parte.
Como Yrigoyen o como Sabattini le gustaba la conversación mano a mano o en pequeños grupos. A la pasión y la fe en la causa, le sumó la actualización teórica. Fue un político a tiempo completo, pero también fue un hombre de ideas, de lecturas meditadas, de intereses culturales amplios.
“Doctrina para que nos entiendan, honradez para que nos crean”, fue su consigna preferida, una consigna que muchos políticos de hoy deberían tener presente. La historia es interesante, porque permite registrar lo que cambia pero también lo que permanece. Los años de Lebensohn no fueron los de ahora, pero también entonces circulaba como buena moneda la noción que la política era el hábito de la astucia, la triquiñuela, el realismo ramplón y sin ideas elevadas. También entonces existían los políticos corruptos y los dirigentes improvisados, más reconocidos por su astucia y sus habilidades para la rosca y la camándula que por su vocación republicana.
Moisés Lebensohn fue la respuesta -no la única pero si una de las más destacadas- a esa concepción mediocre, liviana y codiciosa de la política. Lo hizo con pasión, con talento, jugándose entero por lo que creía. Esa entrega, esa integridad moral le ganó seguidores y simpatizantes, pero también enemigos persistentes y enconados. Fue el santo del radicalismo, el dirigente de una generación que dio hombres como Crisólogo Larralde, Ricardo Balbín, Arturo Frondizi, Gabriel del Mazo o Alejandro Gómez. Todos estos hombres después incursionarían por caminos diferentes y a veces antagónicos, pero nunca dejaron de reconocer la personalidad de Lebensohn, los alcances de sus miras, su clarividencia política y su conmovedor testimonio ético.
Moisés Lebensohn nació en Bahía Blanca el 12 de agosto de 1907. Hijo de judíos inmigrantes. Su padre Salomón era montenegrino, su madre Fanny Chaponik, ucraniana. Se crió en un hogar donde los libros y las ideas estaban presentes. Su padre era médico, hablaba nueve idiomas, se carteaba con los principales intelectuales de Europa y era amigo de Juan B. Justo. Tal vez esa relación con el jefe histórico del socialismo explica la primera afiliación de su hijo a ese partido, aunque pronto descubrió que el radicalismo era la causa que más se adecuaba a su visión de la política y a su concepción humanista de la política.
La familia Lebensohn se mudó de Bahía Blanca a Junín. Moisés estudió abogacía en la Universidad de La Plata, pero no bien obtuvo el título abrió su estudio jurídico en Junín. No sólo la abogacía le importaba en aquellos años. Ya para entonces la política era su pasión excluyente y el estudio jurídico apenas un lugar donde reunirse con sus correligionarios o para atender las necesidades de los pobres. En esos años conoció a Evita con quien siempre mantuvo una relación respetuosa y afectiva. Él le decía “Negrita” y ella “Rusito”. Curioso: las inmensas diferencias políticas nunca los distanciaron.
Lebensohn siempre consideró que la política debe ser acción práctica, pero sostenida por ideas. Coherente con sus principios el 17 de octubre -fecha singular en el futuro- de 1931 fundó el diario “Democracia”, un emprendimiento periodístico trascedente que se sostiene hasta el día de la fecha, un diario de noticias y de ideas, una tribuna de doctrina y un registro de la vida cotidiana de la ciudad y el país.
Moisés crece políticamente luchando contra el régimen conservador de la denominada “Década infame”. No comparte la estrategia de la conducción nacional del partido de convalidar el fraude con la participación electoral. Tampoco comparte la mirada rutinaria de la política, el escaso vuelo teórico y el cinismo de quienes no creen en nada trascedente o conciben a la política como una cortada para enriquecerse o disfrutar de privilegios.
Radical abierto a las nuevas ideas, curioso y perceptivo, no está dispuesto a renegar de su partido o sumarse a cualquier iniciativa. Así se explica su rechazo a incorporarse a Forja, por ejemplo, el agrupamiento en el que participan algunos radicales y nacionalistas y que para Lebensohn están peligrosamente inficionados por la tentación totalitaria en clave fascista y antisemita. No, no debe ser ese el lugar de los radicales.
Moisés fue un intransigente como Alem e Yrigoyen. Pero tuvo la lucidez necesaria para entender que la intransigencia en la década del treinta no se la podía sostener con retórica liviana o con anacronismos. El partido debía actualizarse. En un mundo que cambiaba aceleradamente y marchaba hacia la tragedia, era necesario pensar con claridad y otorgarle a la política una nueva dimensión teórica y ética. El radicalismo si quería ser leal a sus orígenes debía actualizarse con las nuevas ideas y los nuevos programas.
En 1936 fue electo concejal en su ciudad. Ese mismo año que es elegido concejal, el radicalismo se presenta a las elecciones nacionales. El candidato es Alvear, un hombre al que le reconoce algunos méritos pero critica no tanto a él como a sus seguidores y sus prácticas políticas. Sin embargo, en esas elecciones de 1938 el radicalismo presenta un programa de realizaciones inspiradas en las ideas del laborismo inglés y el socialismo francés. No alcanza, piensa Moisés, pero es un buen punto de partida. Se impone profundizar aquello que ya percibió Yrigoyen: nacionalización del petróleo y reforma agraria. ¿Por qué no?
A partir de fines de la década del treinta ésas serán las banderas de la resistencia radical. En 1942 se celebra en Chivilcoy el quinto congreso de la Juventud Radical y Lebensohn lo preside. Allí comienza a prefigurarse el famoso Programa de Avellaneda, elaborado en 1945 y la efectiva carta de presentación del Movimiento de Intransigencia Radical (MIR), la corriente interna que ganará la conducción del partido en 1948. En ese programa están los fundamentos y los principios de un nuevo radicalismo, de un radicalismo comprometido con la democracia, la república y las libertades, pero también con la justicia social y el mundo del trabajo.
“La libertad no solo está oprimida por las dictaduras -escribe- sino por el privilegio económico”. A la reforma agraria y la nacionalización del petróleo el MIR suma el federalismo, la soberanía política y económica y una crítica sin concesiones a los totalitarismos de aquellos años: el nazi-fascismo y el comunismo. La diferenciación con el comunismo no le impide ser víctima de las maledicencias de sus enconados enemigos. “Judío”, “comunista”, son las diatribas que recibe.
En 1949 es el jefe del bloque radical en la Constituyente. Es el hombre que ordena el retiro de la bancada de la UCR por no aceptar los atropellos institucionales. “Que se vayan”, gritan los peronistas. “Volveremos a discutir la Constitución de los argentinos”, responde Lebensohn. Ya lo conocían, sabían que era un crítico firme del régimen peronista, más peligroso que otros porque reconocía el valor de las leyes sociales, pero señalaba su incoherencia, la manipulación y sobre todo el sistemático atropello a las libertades, el culto desaforado y servil a la personalidad del “jerarca”.
Moisés Lebensohn murió el 13 de junio de 1953. Tenía cuarenta y cinco años y era el nuevo líder del radicalismo. Su muerte fue una pérdida para la UCR, pero sobre todo para la Nación. No fue una muerte inocente. Las privaciones, pero sobre todo las cárceles minaron su salud. Uno de sus biógrafos sostuvo que si Lebensohn no se hubiera muerto tan joven podría haber cambiado la historia de la Nación. Es probable.
(*)Historiador y periodista; docente de la Universidad Nacional del Litoral.
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