Las estimaciones de inflación en tierras bolivarianas oscilan entre un millón y diez millones por ciento, ilustrando el desolador panorama económico de un país que ha perdido completamente su moneda, hundido en la pobreza al 85% de la población y reducido su PBI un 50% en los últimos diez años.
Pero la economía venezolana no estuvo siempre tan mal, entre mediados del 2011 y junio del 2012 tenía una inflación del 19,2% y su economía creció, según los datos del Banco Mundial, 5,6% en 2012.
El petróleo, que representaba entonces el 25% del PBI y el 96% de las exportaciones, cotizaba 103 dólares por barril, lejos del record de 140 que había tocado durante el 2008, pero recuperado del piso de 35 que había tocado en lo peor de la crisis financiera internacional del 2009.
De acuerdo a las estimaciones de Carlos Miguel Álvarez, de la consultora venezolana Ecoanalítica, entre 1999 y el 2015 el petróleo le reportó al país que da al caribe, un billón de dólares de ingresos, lo cual permitió financiar las políticas redistributivas de Chávez primero y Maduro después.
Los desequilibrios empezaron cuando el precio del petróleo se derrumbó en el 2009, pero la rápida recuperación ayudó a disimular las inconsistencias de una expansión fiscal que solo era posible gracias al boom del oro negro.
En vez de reconocer que el país ya no era tan rico como antes, que el Estado no tenía tanto dinero y que el dólar, en virtud de ser más escaso, tenía que aumentar, la “revolución bolivariana” prefirió construir el relato de que la expansión económica que se había producido desde 1999 era producto del “Socialismo siglo XXI”, por lo tanto no era posible asumir que, como dicen los americanos, “el ponche se había acabado”.
Para 2012, el déficit financiado con la maquinita del Banco Central Venezolano hizo que la cantidad de dinero creciera al 70% empujando la inflación e iniciando un camino que sería cada vez más insostenible. Déficit cada vez más grande, emisión monetaria cada vez mayor e inflación que se fue acelerando hasta convertirse en una hiper.
La respuesta del gobierno a la consecuencia de sus acciones fue por tres vías; el establecimiento de un cepo para no devaluar, expropiación masiva de campos primero y empresas después, convencido de que estaba en una guerra económica, y por último la sanción de una “Ley de Costos y Precios Justos”, que sostenía que “los abusos flagrantes del poder monopólico en muchos sectores de la economía han originado que la base de acumulación de capital se materialice en los elevados márgenes de ganancia que implica el alza constante de precios sin ninguna razón más que la explotación directa e indirecta del pueblo.
Similitudes y diferencias
Que la economía argentina no es la venezolana, está claro. El agro genera directa e indirectamente dos terceras partes de los dólares que necesita el país, pero solo representa el 7% del PBI y la estructura productiva, aunque subdesarrollada, está mucho más diversificada que la venezolana.
Consecuentemente, el comercio exterior está también menos concentrado en nuestro caso: mientras que el 70% de las exportaciones venezolanas es petróleo crudo y el 40% de los envíos van a los Estados Unidos, las exportaciones de productos primarios explican el 22% del comercio argentino y nuestro principal socio comercial, Brasil, acapara solo el 15% de nuestras ventas externas, con mayor predominio de manufacturas de origen industrial.
La ilusión de riqueza
En lo que sí se parecen de manera notable es en que los ciclos económicos de ambos países son fuertemente dependientes de los precios internacionales de los commodities, aunque el mecanismo de transmisión opera por distintos canales. En Venezuela cuando sube el precio del petróleo tracciona directamente sobre el PBI por su enorme dependencia de esa producción.
En Argentina, cuando sube la soja relaja la restricción de divisas y permite, por un lado, que la industria se expanda con menos cuellos de botella y, por el otro, que se abarate el dólar y la clase media experimente un aumento de su poder adquisitivo, medido en bienes durables como autos y electrónicos, de fuerte contenido aspiracional.
La sustentabilidad de estos procesos es endeble y depende de cuanto duren los buenos precios en el mundo. No está basada en aumentos sostenidos de productividad, en la acumulación de capital, en el avance tecnológico, en la consolidación de instituciones. No es progreso; es fortuna.
Los problemas vienen cuando el petróleo ya no se coloca a 140 dólares el barril, sino a menos de la mitad y cuando la soja ya no vale 600 verdes, sino 300. Entonces, en vez de devaluar, señalando que ahora las divisas ya no son tan abundantes y aceptar el ajuste en el consumo que implica ser menos ricos, lo que hicieron Venezuela y Argentina, en esto de manera casi calcada, fue pretender engañar a la gente. No aceptaron devaluar, pero entonces tuvieron que poner sendos cepos, no bajaron el gasto público, en sintonía con la caída de los recursos, imprimieron billetes para tapar un agujero cada vez más grande.
Finalmente atacaron a los que producían, acusándolos por las consecuencias obvias de sus políticas. Es importante entender, que hasta el 2012, Venezuela era la Argentina del 2015 y que fue la insistencia en seguir aumentando el déficit, imprimir una cantidad creciente de billetes, profundizar el atraso cambiario y combatir “a lo Moreno” a los empresarios, lo que aceleró la crisis.
Está claro también que Cambiemos hizo prácticamente todo mal después de las elecciones del 2017 y que adoptó una estrategia demasiado gradualista para resolver los problemas heredados.
Pero lo que estamos viendo en Venezuela, es lo que hubiera pasado en Argentina, si seguíamos por el mismo camino.
(*) Economista
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