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Sin una reforma educativa sustancial, la Argentina está condenada a olvidarse por completo de la movilidad social ascendente que la caracterizó durante décadas.
LA COLUMNA DE LA SEMANA

Tras la elección

A medida que transcurren los días y se acerca la elección, los resultados que son aguardados parecen confirmar una tendencia que corrobora la eventual derrota de Cristina Kirchner en la provincia de Buenos Aires, a manos del oficialista Cambiemos.
Múltiples son los factores que convergen para otorgar credibilidad a dicho pronóstico.
El primero de ellos es la polarización, que no debe confundirse con la grieta que parte en dos a la sociedad bonaerense, en particular.
La polarización es un fenómeno típico de un sistema político presidencialista. Es la búsqueda, con conciencia o no, del llamado voto útil. 
En el sistema político presidencialista, se gana o se pierde. Se alcanza la meta o no. Y la meta, es una sola: llegar primero ganar.
Es lo contrario del sistema parlamentario que rige en casi toda Europa. Allá, el gobierno surge de una mayoría parlamentaria que solo a veces -raras veces- queda conformado por los representantes que pertenecen a un determinado partido político.
Por lo general, esa mayoría es construida a partir de negociaciones para la conformación de alianzas. Negociaciones que abarcan a distintos partidos que alcanzaron la representación parlamentaria dado que superaron el piso electoral.
Para el votante común, el voto “se pierde”, en un sistema presidencialista, si se lo ofrece a algún partido político de menor envergadura, de allí la polarización. En un sistema parlamentario, no ocurre así, dado que un partido sin posibilidades de ganar, bien puede colaborar en la formación del gobierno para alcanzar la mayoría, imponer algunas condiciones y aportar algún ministro.
Las recientes elecciones en Alemania sirven para ejemplificar con mayor claridad la explicación.

Ganó Merkel, pero…
La primera lectura de las elecciones en Alemania deja en claro que ningún elector se preocupó por la polarización
De izquierda a derecha, el Linke -la izquierda- obtuvo el 9,1 por ciento del total de los votos emitidos. A su derecha, el tradicional Partido Socialdemócrata recibió el 20,4 por ciento. Los Verdes totalizaron un 9 por ciento. El Partido Liberal Alemán llegó al 10,7. Los conservadores de Merkel, el 32,8 por ciento. Y la sorpresa de la elección, el populista, anti europeo y anti inmigración, Alianza por Alemania, fue votado por el 13 por ciento de los alemanes que emitieron su voto.
Ergo, como nadie alcanzó la mayoría por sí mismo, se impone la formación de una coalición, como casi siempre ocurre.
No existe, por ende, polarización. Ni se la crea, ni se la fomenta. No hace falta.
Por supuesto que la formación del gobierno que emana de dicha elección no es tarea sencilla.
Por lo general, el jefe del partido que resulta primero en la elección, es el convocado por el presidente de la República, para solicitarle que forme gobierno. Comienzan entonces las negociaciones que no son sencillas, ni rápidas. Mientras tanto, la administración saliente asegura la rutina gubernamental.
Retomemos la cuestión alemana. La canciller federal –nombre que recibe el jefe de gobierno- Angela Merkel y su partido conservador resultaron el partido más votado y obtuvieron 153 mandatos, lejos, demasiado lejos de los 355 necesarios para conformar un gobierno mayoritario monocolor.
Merkel debe pues encontrar aliados para lograr esa mayoría. No puede contar con los socialdemócratas para reintentar aquello que en Alemania se conoce como “la gran coalición” formada por los dos partidos principales.
Es que el cogobierno que duró los últimos cuatro años de conservadores y socialdemócratas resultó malo, muy malo, para ambas formaciones. Los conservadores de Merkel perdieron el 6,7 por ciento de los votos y 63 diputados. Los socialdemócratas cedieron el 5,3 por ciento y 40 escaños. 
Entre ambos ocupan el 57 por ciento de los asientos parlamentarios frente al 67 por ciento, como peor suma registrada en 1949.
Es más, los conservadores consiguieron el segundo peor resultado de su historia en la Alemania de posguerra. Los socialdemócratas, el peor si solo se contabilizan aquellos posteriores a su integración en otras “grandes coaliciones”.
En consecuencia, los socialdemócratas anunciaron su pase a la oposición, mientras que a los conservadores no les queda otra que convocar a formaciones más pequeñas.
De todas las combinaciones posibles, la que tiene mayores posibilidades de resultar es la que vincularía a los conservadores con los liberales y con los verdes. 
Es este el otro punto por el cual el sistema parlamentario suele ser, en mucho mayor medida, respetuoso de la voluntad popular que el presidencialista.
Y es que las formaciones políticas no solo negocian cargos ministeriales sino política. Así, los liberales, además de pretender el ministerio de Finanzas, se muestran contrarios a las regulaciones en general y a un cambio en materia de política exterior.
Lo contrario ocurre con los Verdes, quienes como su esencia lo indica pretenden incrementar las regulaciones, sobre todo en materia medio ambiental.
Merkel deberá alcanzar un acuerdo con los jefes de ambos partidos. Un acuerdo que siempre resultará provisorio pero que impide que alguien alcance la suma del poder público como suele ocurrir por estas latitudes.

Por casa…
Por aquí, por los mares del sur, las coaliciones, como la del oficialista Cambiemos, poco y nada tienen que ver con las europeas. Aquí, el sistema presidencialista determina que las coaliciones, más que tales, resultan alianzas electorales, donde las áreas no quedan delimitadas y donde uno de los partidos ocupa el rol dominante.
La elección de fines de octubre dejará en evidencia un predominio de Cambiemos en gran parte del país, con una posición dominante del PRO, o ex PRO –ya veremos- frente a un peronismo que deberá reconstituirse y recrearse, y un kirchnerismo con vocación de formación minoritaria.
De cumplirse ¿Cuáles serán las reformas que el Gobierno piensa llevar adelante?
Desde lo político propiamente dicho, la discusión no pasa lamentablemente por el sistema político más conveniente, sino por profundizar la precariedad de los partidos políticos.
Para buena parte del elenco gobernante, el PRO ya no debe ser PRO, sino Cambiemos. Pero no Cambiemos como una alianza de partidos políticos, sino como un partido en sí mismo.
Obviamente, dicha intención no está generalizada y cuenta con una resistencia, a priori, del radicalismo para cuyos integrantes, la pérdida de la identidad partidaria no aparece en el horizonte.
Con Cambiemos como partido o con Cambiemos como coalición de gobierno, el Gobierno buscará sumar actores a las filas del multicolor espacio.
En particular, peronistas. Y más en particular, aún, peronistas con responsabilidades de gobierno. 
Es que allí está el talón de Aquiles de cualquier veleidad de independencia política. Los gobernadores y los intendentes deben recurrir, al menos hasta que se celebre un nuevo pacto federal de distribución de recursos, a las arcas nacionales para financiar obras y en algunos casos para pagar sueldos y aun para evitar la cesación de pagos de alguna comuna.
Con una lógica sumamente parecida a la del kirchnerismo, el Gobierno cambia apoyo por pertenencia. Al menos, así lo hacen los funcionarios que revisten en dependencias políticas.
Y es que, una vez más, queda comprobado que el sistema de partidos políticos estalló en la Argentina. Ya no se trata de respetar ni las pertenencias del otro, ni la orientación del voto de la gente. Se reemplaza a los partidos con personas.
Con el kirchnerismo se trató de la llamada transversalidad, cuyos costos los pagaron los partidos tradicionales como el radicalismo y el socialismo.
Con Cambiemos, los paga fundamentalmente el peronismo, aunque el radicalismo no queda exento de caer en la volteada. Sus gobernadores y, sobre todo, sus intendentes pueden ser presas apetitosas para la voracidad oficialista. De momento, no ocurrió.

Y la Justicia
El probable triunfo de Cambiemos traerá aparejado un aceleramiento de las causas judiciales por corrupción que involucran a buena parte del gobierno anterior.
Por estos días, aun sin el veredicto de las urnas, dicho aceleramiento queda en evidencia.
No obstante, la sensación que prevalece en los mentideros políticos es que hasta que el Gobierno no logre despedir a la procuradora Alejandra Gils Carbó, el kirchnerismo contará con una aliada de primer nivel para frenar causas, torcer investigaciones y cajonear expedientes.
El episodio del “Pata” Medina, en la ciudad de La Plata, ilustra como pocos lo antedicho.
Mientras la procuradora general de la provincia fue María del Carmen Falbo, un émulo bonaerense de Gils Carbó, Medina hizo de las suyas, ya no solo en La Plata, sino en toda la provincia de Buenos Aires.
Además de cobrar “peaje” para ordenar a sus esbirros que permitiesen a los trabajadores, trabajar, y para garantizar que las obras “no sufriesen daños”, él y su familia se adueñaron de cuanto les pareció interesante.
Su capacidad mafiosa fue tal que en oportunidad del cumpleaños de una hija, la joven y sus amigos concurrieron a un local de La Plata y bebieron champagne “a go go”, cuando llegó la cuenta, suelta de cuerpo, la joven dijo que no iban a pagar porque “soy la hija del Pata”.
El dueño del local pretendió, como corresponde, cobrar igual. No solo no lo consiguió, sino que su local resultó destrozado por la banda del sindicalista mafioso.
Fue necesario el cambio de Falbo, por el actual procurador Gerardo Conte Grand para tomar y ejecutar la decisión de detener al “Pata” Medina y su poco ejemplar familia.
Si en provincia de Buenos Aires pudo llevarse a cabo, en Nación queda la asignatura pendiente mientras Gils Carbó continúe en el cargo.

La economía
Los indicadores dan bien. Todo mejoró. Un poco menos de déficit fiscal. Bastante más actividad económica. Algo de inversión. Buenas expectativas. Leve disminución del desempleo. Inflación alta pero bajo control.
Todo bien, pero…
El financiamiento externo no es hoy un problema pero amenaza con serlo mañana si continúa como fuente de financiamiento de los desequilibrios internos.
De momento, la deuda externa no supera el 60 por ciento del Producto Bruto Interno y así resulta manejable. El punto en cuestión es si continúa avanzando.
En la decisión gradualista del Gobierno frente a la necesidad de sincerar las variables económicas, la reforma impositiva se impone para después de las elecciones si se pretende hacer crecer la economía para evitar males mayores de ajuste,
Inevitablemente, al inicio, reforma redundará en una menor recaudación para el fisco. Si aquello que se pretende es fomentar la inversión, incrementar la producción, ampliar las fuentes de trabajo, aumentar el consumo y las exportaciones, pues entonces habrá que reducir impuestos y financiar su faltante con endeudamiento.
De ahora hasta la elección, la cuestión se discute con sordina. Luego, será el momento de las definiciones. Desde los ingresos brutos provinciales hasta el impuesto al cheque y el eventual sobre las transacciones financieras formarán parte de un cocktail cuyo porcentaje de ingredientes aún no está decidido.
Tan importante como la reforma tributaria, será la inevitable reforma laboral. Nos guste o no, la inversión en el mundo requiere, no de bajos salarios, ni de condiciones laborales leoninas, sino de una flexibilidad que acompañe los vaivenes de la economía y, por ende, la suerte de las empresas.
Claro que dicha flexibilidad no debe quedar hecha a la medida de algunos empresarios siempre predispuestos a vaciar empresas.
Tal vez llegó el momento de pensar en un seguro de desempleo decreciente con capacitación obligatoria y con estrictas limitaciones para rechazar un puesto de trabajo. No es fácil, ni es inmediato, pero, como estamos, la Argentina no atrae inversiones y, por ende, crea pocos empleos.
Por último queda la reforma clave para el futuro del país: la reforma educativa. Cuestión sensible como pocas, si se pretende recuperar algún nivel de excelencia perdido y abandonado cuando los maestros y profesores decidieron pasar a ser “trabajadores de la educación”.
Sin un cambio sustancial en la materia, la Argentina está condenada a olvidarse por completo aquella movilidad social ascendente que la caracterizó durante décadas y que hizo de su población una de las mejor preparadas para enfrentar los desafíos de la modernidad.
Hoy, gran parte de la población argentina solo está preparada para vivir de la caridad pública.

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